Ayer llamé a mi padre, hablamos de salud, la crisis, Obama, el clima y un mensaje de Ruperto Antrias que me emocionó bastante a pesar de que su significado sea más un símbolo que otra cosa. Después papá hizo una pausa para anunciarme lo inesperado, su amigo Rafa, topógrafo de 59 años, su mano derecha para resumir, había fallecido arrollado por una moto al frente de la iglesia de Moravia, muerte instantánea. Papá le había advertido muchas veces, que la caótica calle merecía más atención de su parte a la hora de cruzarla, aparentemente ese descuido se lo llevó a la tumba. Lloré como un niño, el relato calmo de papá limó mi tristeza, su voz acarreaba un dolor mitigado por la realidad ineludible de la muerte, que enfrentó durante horas de papeleos y engorrosos ires y venires para recuperar el cuerpo. Hace cinco años, antes de venirme, la visita de Rafa en la casa era una constante. Hombre bueno, y no lo digo como un automático reconocimiento que suele seguir a cualquier fallecimiento, lo dijo papá, y no solo eso, reconoció a Rafa como la persona menos egoísta que había conocido en la vida. No pude escapar a mis especulaciones, situando a mi padre en una circunstancia similar a la de Rafa. Algunas veces una vocesilla me ha susurrado que la muerte es propiedad de todos y por ende, de mi padre, pero eso es insuficiente para obligarme ha aceptar que algún día tenga que asistir a su entierro, si es que yo no me voy primero, y curioso, porque esta última posibilidad la tengo más asumida. Pero, que estas letras no se desvíen de su principal motivación, mi humilde y callado homenaje a Rafa. Es difícil encontrarse con un ser humano exento de egoísmo, papá me contó que Rafa siempre estaba a la medida de quién lo necesitara, y que la plata no era condición para actuar de esa manera, si había bien y si no también. ¿Por qué Rafa se tuvo que morir? no es que a Dios le gusta la gente así, entonces los más religiosos dirán, -ese era el plan asignado para él-, poco convincente, yo no creo que haya plan, y dudo que exista Dios, sino porque dejar que esta cosas pasen, cuando en nuestra sociedad la urgencia por alimentar nuestra esperanza con buenos ejemplos, es de primerísima necesidad. Talvez todo sea más crudo y simple como lo dice Buarque: “murió a contramano entorpeciendo el tránsito”, cuantos desde la ventana de sus carros vieron con morbo y asombro al pobre Rafa descalabrado en el asfalto, y cuantos otros más maldecían el atraso sufrido en sus trayectos por culpa de aquella muerte ajena, por culpa de otra muerte, otra más entre miles de muertes, una muerte que empezaba y acababa ahí mismo, sin infiernos ni cielos. Sin duda muchas miradas fueron capturadas por el espectáculo que ofreció Rafa en medio de la congestionada mañana, entre ellas la mía, que observa su muerte repitiéndose una y otra vez en las pantallas-ficción de mi cerebro, despertándome una irracional sed de dolor. En mi retorcida e imaginaria reconstrucción de los hechos, Rafa flota por el aire cual si fuese un pájaro, al chocar con la raya blanca que divide la tosca calle, su mirada es atropellada una y otra vez por las impacientes llantas de todos los carros, un vestigio de vida se apodera de él, apenas suficiente para exclamar: “no se culpe a nadie”.
Monday, December 22, 2008
Tuesday, December 9, 2008
El precio del jazz.
I
Diez y veintisiete pasado meridiano, era lunes y manejaba hacia el bar. La noche había estado floja de propinas, sobraban razones para argumentar el porqué, pero la realidad era que la cosa definitivamente se estaba hundiendo, las estrellas blancas de la bandera se descosían cayendo al vacío de la desesperanza. Aún así, continué atravesando laberintos urbanos recien aprendidos, sintiendo mi ruta única, a pesar de las miles de rutas alternas para llegar al mismo lugar, iba feliz hacia otra noche de jazz. Cuando estuve frente del bar, noté sorprendido un campo libre para parquear, aceleré suave hasta acomodar mi insignificante carro entre otros dos; esta era la primera vez que no tendría que caminar por un minuto hasta la puerta. Después de parquear, hundí el pulgar en el freno de mano, al mismo tiempo que miraba a través de la vitrina frontal del bar, por la cuál adiviné fácil, qué pasaba adentro: nadie me esperaba. Cuando giré la llave para trancar, dos hombres se montaban en un carro estacionado frente al mío. Puteaban en joda, por la lluvia de mierda que había cubierto su vehículo, miré hacia arriba y una silueta negra de cuervo, se restregaba el pico contra las ramas, como cuando uno se limpia con servilleta después de comer. Los del carro y yo nos dijimos algo y después reímos.
II
Dos y cincuenta de la mañana, llegué a casa dando gracias de no haber sido interceptado por la policía, mi aliento era una prueba en mi contra. Lo demás fue pura rutina, o sea, abrir la puerta, cerrarla, abrir otra, volverla a cerrar, caminar confiado a ciegas un pequeño trecho, activar la alarma y caer devastado en el colchón. Al despertarme un hilillo de cerveza persistía en mi paladar, pero en poco tiempo quedó sepultado por los ríos de agua que me tragué. La mañana se pasó, sin haber siquiera hecho un tercio de lo que me había propuesto como parte de mis tareas diarias; cuando estaba concentrando la atención para hacerlo, el reloj indicó la hora de abandonar todo para irse a trabajar. Sin ninguna resistencia me entregué a mi rutinario acicalamiento. Con la camisa roja manga larga en una mano y la manigueta de la puerta en otra, noté el baño de mierda esparcido en la carrocería, los pringues fecales mantenían una frescura que casi se olía. Por supuesto no tenía tiempo para limpiarlo, y aún cuando lo tuve, lo pasé por alto, no me importó demasiado andar mi carro manchado con mierda de pájaro. Antes de dejar la casa, mi madre dijo algo sobre la factibilidad de lluvia, y sí, llovió, oí el agua con satisfacción golpeando contra las latas, la mierda se iba lavando poco a poco, sin mi ayuda, ocasionándome una estúpida alegría que todavía conservo. Si el precio del jazz es pasar días embarrado de mierda sin avergonzarse por ello, pago eso y más.
Wednesday, December 3, 2008
El retrato de mamá
Mamá quiso verme antes de morirse, entonces, inventé el pretexto de que no habían vuelos. Seas como seas seguirás siendo mi hija, fueron las últimas palabras que pronunció por teléfono, después me asomé a la ventana, noté la intensidad del gris como nunca antes, el invierno estaba avanzado y la nieve caía en Nantes por primera vez en muchos años. Arrepentida de mi sarcasmo alisté una pequeña maleta, sorprendería a mamá con mi llegada, luego llamé a René y le dije que si mis hijos o en la oficina preguntaban por mí, que dijera la verdad. Ay René, aún cinco años después de nuestro divorcio tu buena voluntad persiste; a veces es mejor perder un esposo y ganar un amigo. Todavía en el caballete el retrato de mamá, que empecé cuando supe de su padecimiento, hasta ese momento realicé que no tenía fotos de ella y tuve que confiar en la imagen desgastada que conservo en mi recuerdo. Ese mismo día también descubrí que mis finanzas apenas darían para el tiquete, la estadía no me preocupaba, en la casa de mamá había más de un cuarto desocupado. La pintura del lienzo todavía estaba fresca y por esa razón decidí viajar con él en la cabina, una excepción que diezmó aún más mi presupuesto. Por un momento imagino el avión cayendo en el Atlántico y me pregunto si estaré lista para morir, no lo sé, en cambio, si sé que a mi tumba no me llevaría fardos de culpabilidad ni arrepentimiento, simplemente porque no existen. Cuando dejé Costa Rica lo hice en forma de huida y al mismo tiempo con la esperanza de que el genio y sobre todo el reconocimiento dotaran mi pincel, no estoy tan segura de mi popularidad pero aprendí que eso no es todo en la vida. Durante mis primeros años de autoexilio, el sexo fue toda una revelación, más allá de su encantadora naturaleza primitiva, me dediqué intuitivamente al mejoramiento del acto, ¿cómo convertirlo en una práctica perfectible y nunca aceptar los límites del placer?, ¿cómo llegar armoniosa a la comunión del cuerpo?, una investigación que en mi caso requirió de múltiples parejas. Después llegó René como una culminación pacífica de tal proceso. Yo daba por sentado que todas aquellas experiencias acumuladas, me guiarían automáticamente por buen camino al lado de él, y no fue así, después de un tiempo me atacó el aburrimiento y se esfumó sin retorno el interés por mejorar. Vincent de 8 y Genevieve de 5 años, tuvieron que aceptar nuestra separación. René y yo, siempre estuvimos de acuerdo en que los hijos no eran una razón suficiente para estar juntos y que eso, lejos de alivianarles la existencia, más bien los culpabilizaba de nuestra infelicidad, tampoco el que fueran niños los deshabilitó para entender la situación, todo lo contrario. Lo primero que hice cuando salí del avión fue llamar a David, se sorprendió mucho, me dijo que tenía que contarme demasiado y a pesar de tantos años me seguía considerando su mejor amiga. Después llamé a mi hermana Aída y su tono de voz me lo dijo todo, mamá había muerto mientras yo atravesaba el Atlántico, le prometí que iría inmediatamente, me sentí mal porque me obligue a llorar y no pude, creo que la hermosura del día y el sol me impidieron hacerlo. Permanecí inmóvil con el auricular en una mano y el retrato de mamá en la otra, en el vidrio de la cabina telefónica mi rostro neutro se reflejaba. Una señora detrás de mí, esperaba el turno de la mano de su hijita, que atraída por los colores del retrato, trazó con su pequeño dedo una raya en la cara de mamá, dejando al descubierto el color blanco de la tela del lienzo. La mujer se disculpó avergonzada una y otra vez, pero mis carcajadas pudieron más y con la niña en mis brazos todo quedó arreglado. Aproveché la travesura para volver a usar el teléfono, la mujer accedió encantada. Llamé a David de nuevo y después de explicarle la situación le dije que tenía que acompañarme a casa de mamá. En cuestión de minutos apareció. El encuentro tuvo más abrazos que palabras pero no menos que las necesarias. Lo noté mejorado y más flaco, a diferencia de los hombres de su edad, su frondosa cabellera tiene más pelo que nunca, él maneja y yo le acaricio la nuca. David durante el trayecto se dirige hacia mí con tono solemne, como queriendo rendir luto a mi madre y sé que mi tranquilidad lo confunde. Me pregunta por el retrato y a causa de eso reímos un poco. Después de una hora el frío y la neblina se van cruzando en el camino.
—Gracias a Dios que llegamos—le digo.
—¿Y de cuando acá le das gracias a Dios?— me pregunta David
sorprendido.
—Desde que me dí cuenta que existen personas como vos.
En un abrazo largo nos atrapamos y Aída sale a recibirnos.
Días después David me llamó, para recordarme que el retrato de mamá todavía seguía en la parte trasera de su auto.
Thursday, October 30, 2008
La cruz
Hola, Alejandra. Probablemente te preguntarás quién diablos soy y por qué te estoy escribiendo. La respuesta es simple, estoy buscando ayuda para luchar contra mi enfermedad, un síndrome que la medicina actual no ha podido identificar. Consiste básicamente en la atrofia de mis articulaciones y gradualmente pierdo la capacidad de movimiento. Los doctores aseguran que la única manera de retrasar este proceso es practicando mucho estiramiento, y justamente vi en Hi5, que conoces la técnica del release terapéutico, exactamente lo que me aconsejan los médicos. Ojalá te interese y me puedas ayudar.
Envió este pedido con plena conciencia de que tal vez nunca obtendría respuesta; pero lo que no iba a tardar era su castigo, un precio que estaba dispuesto a pagar por comunicarse con ella. No estaba enfermo y su verdadero nombre era Ernesto. Al día siguiente la contestación dejaba saber, en tono entusiasta, que Alejandra estaba dispuesta a colaborar con él. Conforme pasaban los días y sabía más de ella, la reconstrucción de su pasado se facilitaba, y al mismo tiempo, usar el falso seudónimo se le hacía más difícil. La comunicación entre ellos había tomado buen ritmo, acercándolos inevitablemente hacia un encuentro físico que a Ernesto ilusionaba y espantaba a la vez. Su actual condición era el motivo de tal temor y también el principal obstáculo que él reconocía; pero después de gastar la incertidumbre a punta de vigilias, lograba enderezar la balanza con el peso de la razón, que era el móvil de aquel encuentro: Julián no podía aceptar que Alejandra cargara con toda la culpa que los había llevado al final y estaba convencido de que el único responsable era él.
Inventó excusas para retrasar la reunión hasta que se le acabaron todas. El lugar y la hora estaban pactados para hoy. Ni pensar en posponer la cita. Alejandra, a pesar de su corta edad, tenía una fuerte determinación que la sumergía en su carrera, y el que ella estuviera dispuesta a brindarle su tiempo no dejaba espacio para juegos tontos. Las horas se achicaron rápidamente acortando la distancia entre ellos. Ernesto se sintió dolorosamente vivo, súbitamente se apagaron todas las luces y caminando a ciegas, caía por orificios que se abrían en el piso. Los golpes contra el suelo eran brutales y repetidos; cuando decidió no moverse, se dio cuenta de que aquel había sido su castigo. Por mucho tiempo permaneció inmóvil. Frente a él, una raya de luz empezó a brillar, ganando intensidad con rapidez, y presintió que lo peor había pasado.
Alejandra lo esperó una hora y luego se marchó extrañada, tratando de entender por qué Ernesto no se había presentado. Quizá una emergencia habría sido la causa; después de todo, su estado era delicado y muy susceptible, o al menos así lo quería creer ella. Trató de olvidar el episodio y acabar con los compromisos que le quedaban al día. A las 10:13 p.m., de vuelta a su casa, la soledad de la calle le causó desconfianza, antes de doblar la esquina escuchó gritos, voces que reconoció, tranquilizándose inmediatamente. Los carajillos del barrio, entre vacilaciones e insultos, refutaban lo que otros reclamaban como gol. Entró a su casa y después, directo a la ducha. En su tobillo derecho, la ampolla le ardió como un recordatorio de lo que había sido el entrenamiento. El agua le lavó los residuos del día, dejándole más liviana. Envuelta en una toalla y con el pelo empapado, repasó mentalmente la agenda del día siguiente sentada en la cama: los últimos ajustes de la coreografía, el planeamiento de sus lecciones y un viaje al sur eran lo que más la preocupaba. Quitó los dos plásticos de la curita nueva y la adhirió a su tobillo. En el escritorio, la pantalla del computador se iluminó, provocándole impresión. Desconfiada, tomó asiento frente al monitor y abrió el único correo nuevo en su buzón. Antes de ver el remitente adivinó quién era; y, en efecto, era Julián. El mensaje no contenía más que un archivo de sonido:
—Alejandra, perdóname por esta imprudencia. Estoy seguro que ya reconociste mi voz; sí, soy yo. No te asustes, no hago esto para molestarte, todo lo contrario, quiero ayudarte, liberarte de toda culpa, lo que pasó yo me lo busqué, te...
La voz se interrumpió. Ella escuchó repetidas veces el mensaje hasta convencerse de su veracidad. El aturdimiento la envolvió con un mareo, provocándole nauseas que la hicieron vomitar. Cuando se recuperó, le pareció que venía saliendo de un trance y no encontraba explicación para aquel escalofriante acontecimiento. Volvió a escuchar la grabación y, a la fuerza, debió aceptar que él seguía existiendo, que la voz era sin duda la de Ernesto.
En un intento por esquivar otra posible fatalidad, Alejandra había decidido no tener pareja tres años atrás, el mismo día del accidente de Ernesto. Ella sabía que el recordarlo era atravesar un tormentoso camino, y esa pregunta persistente acechándola ¿cómo sería hoy la vida junto a él?, que era un martillo desbaratándole el tiempo: no había respuestas, solo resignación y la culpa, que ardía cada vez más. Los dos puntos parpadeantes entre las horas y los minutos del reloj la arrebataron de su pensamiento. Eran pasadas las 2 a.m. Su pelo ya estaba seco y la toalla no era suficiente contra el frío de la madrugada; antes de ponerse el pijama, quedó desnuda por un momento, algo la impulsaba a permanecer así. Después de vestirse, envió un mensaje:
"La culpa fue de los dos."
En segundos obtuvo respuesta.
"Es necesario que no existan culpas, es necesario el olvido para volver a ser libres."
"Quiero saber dónde estás, todo es muy confuso."
"Alejandra, para mí también y no sé realmente dónde estoy, no tengo mucho tiempo, en cualquier momento pueden apagar las luces de nuevo y cortar la comunicación. La única manera de arreglar todo esto es que te vayas ahora mismo hacia la Cruz; sé que no es fácil, confía en mí. No te puedo escribir más. Te espero."
Sobrecogida por la nostalgia y el miedo se preparó para salir e hizo una llamada. Diez minutos después el taxi la esperaba.
—Buenos días, ¿adónde quiere que la lleve?—preguntó el chofer.
—A la Sabana, por favor.
—¿Quiere que le ponga la maría?
—Haga como quiera, pero eso sí, le pido que vaya rápido, me urge llegar...
—Disculpe que sea metiche, pero ¿está bien?
—Sí.
Las calles eran un escenario vacío donde algún perro se convertía en único protagonista. Por el espejo retrovisor, los ojos del chofer la acechaban constantemente; ella buscaba refugio detrás del asiento, cambiaba de lugar, pero nada le ofrecía protección contra aquella mirada.
—¿Le puedo hacer una pregunta? —dijo el chofer.
—A ver... —contestó ella con los ojos clavados en la alfombra.
— ¿Usted cree en el infierno?
—No sé.
—¿Y en el cielo?
— Yo no sé que creer.
—En algo hay que creer.
—Talvez no.
—Muchacha, ¿a qué parte de la Sabana vá?
—A la Cruz, la que está cerquita del Gimnasio Nacional.
—Muy bien... Y usted ¿tiene hijos?
—No, qué va...
—¿Casada?
—Tampoco.
—¡Novio, de fijo!
Alejandra quedó muda.
—Disculpe, ¿dije algo que la molestó?
—No, no. Aquí me quedo.
En la maría los números rojos marcaban 870. Ella hundió la mano en el bolso y sacó algunos billetes.
—¿Quiere que la espere? —dijo el taxista— me da miedo dejarla aquí tan sola.
—Se lo agradezco, no se preocupe...
Bajó del taxi y lo vió alejarse. Estaba de vuelta al sitio que había intentado borrar de su memoria por más de tres años. Debajo de sus suelas, la piedrilla suelta era lo único que escuchaba. Subió el montículo, donde el zacate, a falta de mantenimiento, se había vuelto monte. Miró hacia atrás: la sombra de la cruz se prolongaba a sus espaldas. Volteó la mirada y quedó frente a ella, recordaba la textura áspera y el esqueleto de varillas, que se veía a través de los orificios que la gente había hecho para poder llegar hasta su cima; una cruz gigante de cemento completamente vacía por dentro. Permaneció a la espera de alguna señal. Sacó las manos de sus bolsillos lentamente y palpó el frío concreto, que le transmitió como electricidad el recuerdo de la noche del accidente.
Ese día, Ernesto la fue a buscar al aeropuerto; Alejandra regresaba de una corta gira por Europa. Una vez que acomodaron las maletas en el baúl del automóvil, destaparon dos cervezas y tomaron el camino. Ernesto vendó los ojos de Alejandra para que la sorpresa tuviera más efecto.
—Ahora sí, llegamos—le dijo Ernesto.
—No puedo ver nada.
—Confiá en mí, mujer.
Ernesto le arrancó la venda y Alejandra se encontró con una abundante cosecha de amigas y amigos; las bienvenidas y besos se dilataron por casi media hora. Al pie de la cruz, la pareja recordó su primer encuentro, que había tenido lugar ahí mismo, durante una reunión de líderes cantonales en busca de firmas para hacer posible un referéndum.
—Amor ¿vos sos cristiano?—le dijo Alejandra.
—Para qué me preguntas si sabes que la respuesta es no.
—Fíjate en aquella señora que está comprando copos a sus niños y nos mira; estará pensando que celebramos algún santo sacramento alrededor de la Cruz.
—Es muy posible que así lo vea, pero ahora se va a dar cuenta de lo que realmente pasa aquí.
Julián empinó la botella, vaciándola después de un largo trago. Con sus dos manos, penetró la abundante cabellera de Alejandra
—Te quiero porque te conozco y no te conozco—le dijo, y se besaron.
Poco a poco escaló hasta lo más alto de la cruz; el viento empezó a soplar vigorosamente, y Ernesto se veía muy pequeño allá arriba. De su bolsillo sacó un papel, lo extendió y a gritos empezó a leer:
—Hay algo de inexacto en los recuerdos
una línea difusa que es de sombra,
de error favorecido.
Y si la vida está cifrada
es en esos recuerdos
precisamente desvaídos,
quizás remodelados por el tiempo
como un arte que implica ficción, pues verdadera
no puede ser la vida recordada.
Y sin embargo...
La ventisca le arrebató de las manos el papel. Ernesto intentó atraparlo; perdiendo equilibrio, la caída y su muerte tardaron segundos.
—Muchacha, muchacha... ¿le pasa algo?
Alejandra abrió los ojos, confundida entre la imágenes de aquel recuerdo y la presencia de un policía.
—¿Acaso no sabe que aquí está prohibido trabajar?
—¿Trabajar? ¿De qué me habla? Usted me está confundiendo...
—¡No me diga¡ Entonces ¿me puede explicar qué hace aquí, en mitad de la Sabana a las 4 a.m.?
—Vine a ver a un amigo.
—Ah, ahora se les llama amigos a los clientes, qué ternura. Recoja su bolso y me acompaña.
—Oiga señor, a mí no me falte el respeto, déjeme aunque sea explicarle...
—Se lo digo clarito, o me sigue o voy a tener que usar la fuerza.
—Pero señor ¡créame!
—Ya le dije, usted escoja.
Alejandra comprendió que era inútil cambiarle de parecer. Resignada, se dejó escoltar por el policía hasta la perrera. Una fauna variada de mujeres, luciendo maquillajes cargados y saturando el aire con perfumes baratos abarrotaban el vehículo. Alejandra, a pesar de su claustrofóbica situación, se sintió liberada; ni siquiera recordaba por qué estaba allí. Una parte de su pasado se había desvanecido definitivamente, con la excepción de unas frases que recitó mentalmente:
—Y sin embargo
a ese engaño debemos lo que al fin
será la vida cierta, y a ese engaño
debemos ya lo mismo que a la vida.
Day trip
En todos los canales del cable se pronostica mal tiempo para hoy, el día está lluvioso y frío, nada extraordinariamente fuera de lo común; necesario es recalcar que aquí en Texas, todo lo relacionado con el clima se toma muy en serio y a veces tengo la impresión de que los meteorólogos se han convertido en gurús que la gente escucha y acepta como santa verdad, no se puede negar que la tecnología a contribuido con la exactitud de sus pronósticos y aún así, un margen de error considerable persiste. Me niego entonces a ser una oveja más, sometida a sus proféticas predicciones, a escuchar sus voces de aguafiestas, capaz de traerse al suelo cualquier día de campo o excursión, y si a eso le sumamos una madre que advierte del peligro a su niño de 34 años, que soy yo, los contras superan a los pros. Son pasada la 1 p.m y decido partir hacia el concierto del guitarrista de jazz Pat Metheny, que tendrá lugar en la ciudad de Forth Worth, más o menos a una hora de Dallas, como máximo. La emoción me embarga, este día merece ser registrado. Mientras conduzco, enciendo mi grabadora de voz y doy rienda suelta a una verborrea nada pretenciosa que da cuenta a lo acontecido en relación con mi escritura. En el freeway, los carros pasan veloces a pesar de la fuerte lluvia, todo muy bien, hasta que un ruido irrumpe con voz de advertencia, dejo la grabadora de lado e intento averiguar de qué se trata, las escobillas en el parabrisas se tocan la punta una con la otra, la situación empeora hasta quedar entrelazadas, siguen moviéndose con una característica enclenque de hierros retorcidos y de repente, las dos juntas se desprenden y vuelan por encima del techo, ciego momentáneamente, soy presa del pánico, mi visión queda reducida a un retrovisor mal ubicado y la difusa imagen del cristal trasero, los pitazos me advierten la extrema cercanía de otros vehículos. Estaciono todavía desorientado y aturdido por el devastador chirrido de metal contra el vidrio. Vuelvo a los niveles normales de adrenalina y paro en la tienda de repuestos. El total de la compra $20, un par de escobillas y una linterna de mano por si acaso. Con nuevos bríos y ufanas esperanzas ataco por segunda vez la carretera, que después de una hora se torna lenta. Precisamente hoy los pronósticos meteorológicos son correctos. La nieve empieza a blanquear el paisaje como se esperaba, y el tráfico apenas si avanza. Nieve en Texas a estas alturas, ¿quién lo puede creer? Hace un año, me encontraba saliendo y entrando de la piscina en casa de los Mariel, burlando infantilmente el intenso calor. Ni modo, la paciencia como catalizador de mi ansiedad y la música que siempre cargo conmigo, me permiten escapar a la claustrofóbica espera. Recorro tramos con señales completamente cubiertas de nieve y a ratos no sé donde estoy. Adelante, un conductor desciende del auto para despejar el parabrisas, su silueta es un garabato en medio de una gigantesca y blanca hoja de papel, no hay horizonte, mi visibilidad alcanza unos cuantos metros y después se corta con una guillotina de hielo. La tracción es mínima por el revoltijo de escarcha negra en el asfalto. El azote invernal percute miles de sonidos contra latas y cristales, las escobillas suman mecánicos murmullos de pieza nueva y el coro se completa con Debussy y su claro de luna, equilibrando mis emociones. Después de un breve intercambio vía telefónica con mi hermano, caigo en cuenta de mi total desorientación y hago una pausa en el primer restaurante que aparece. Cuando ingreso, segundos antes de atacar sus enormes hamburguesas, un grupo de adolescentes apiñados en la mesa advierte mis pasos, el más blanco de todos se dirige a mí y articula un ¨houla amigou¨ que provoca risas calculadas entre sus acólitos, sin emitir respuesta, sigo caminando con la sensación de haber sido presa de burla, o talvez no, en todo caso ya es muy tarde para contestarle. En otra mesa, los dependientes envueltos con delantales sucios me reciben con un ¨jaguáryu ser¨ activando nuestra complicidad idiomática. Al mismo tiempo que mastica, el más viejo de los empleados, elabora las instrucciones que clarifican mi nueva ruta. Cuando abro la puerta del carro la nieve súbitamente para de caer, y convierto este suceso en buen augurio. El tráfico continúa lento, pero la esperanza de llegar rápidamente crece en mí, al notar como el hielo de las señales resbala vencido por un cambio drástico en la temperatura. Entre las horas y minutos, dos puntos parpadean tres veces y dan las 4 p.m. La cercanía de mi objetivo es eminente, un triunfo orquestado por la combinación hombre-máquina. Acaricio el volante evidenciando mi agradecimiento por el esfuerzo mecánico desempeñado a lo largo del trayecto, como resultado de esta perversa relación comprendo ese estúpido cariño, sino amor, que los hombres profesan por sus máquinas. Los desiguales retazos urbanos al lado de la carretera, empiezan a conformar una ciudad que todavía no veo. El pavimento brilla, convertido en una larga ruta de espejos que se dilata derecha por varios minutos, al fondo, la verticalidad de los edificios surge paulatinamente. De un tirón, me encuentro navegando entre las calles y avenidas de Forth Worth. Dos ángeles gigantescos, incrustados contra una de las fachadas del auditorio, soplan enormes y doradas trompetas. Empujado por una fría ventisca ingreso al edificio para retirar mi boleto. Afuera, intercambio impresiones sobre el clima con Brian, un amable transeúnte que accede a fotografiarme junto al afiche de Metheny, nuestra pasión por el músico, desencadena un repaso elogioso por su discografía y una complicidad se instala entre los dos. Con un apretón de manos me despido, consciente de que queda mucho por hablar. Afuera del teatro, paseo admirando sus blancas paredes de piedra caliza, glaciales fragmentos rezumando tristezas árticas que alejan mi tibio recuerdo de trópico. Acomodo el cuello de mi chaqueta y con la emoción que suscitan las ciudades nuevas emprendo a caminar. Por entre los edificios, el ventarrón helado se cuela, barriéndome los ímpetus de explorador en muy poco tiempo. Llego a la otra esquina tiritando de frío, atrás de una ancha y alta vitrina como un maniquí, aparece Brian, mirándome y alzando su cerveza en señal de brindis. Ingreso al local; atravesando una acogedora y tibia galería, al mejor estilo de las tabernas irlandesas, atendida por saloneras de faldas cortas y medias largas. Luego del segundo vino, Brian me informa de su pasado como trompetista y su presente como vendedor de computadoras, también la alegría que le produce bucear, por último, el retrato familiar, compuesto por una esposa escritora y fotógrafa, un sobrino huérfano adoptado recientemente por ellos, y su hijo, un adolescente abismado en el autismo. Con una sonrisa, Brian pone punto final a la conversación, amortiguando mí angustia a raíz de sus confesiones. Pedimos la cuenta, Brian insiste en pagarla, acepto complacido, preguntándome que lo habrá motivo a actuar así. Dejamos el bar faltando veinte minutos antes de que comience el concierto. La sala de espera y los pasillos del teatro, abarrotados por fieles seguidores que lucen camisas con portadas de discos y giras pasadas, son un visual recorrido a través de la obra de uno de los músicos más influyentes y originales de nuestra época. Dieciocho años atrás, visitaba por primera vez la casa de mi novia, con el propósito de formalizar nuestra relación y conocer a Delia, mi suegra. Precisamente ella, es a quien debo el descubrimiento del jazz y otros géneros, pero sobre todo la música de Metheny. En poco tiempo, los casetes vírgenes se convirtieron en una compra habitual y paralelamente a el enamoramiento en brazos de mi mujer, aprovechaba para copiar de manera voraz toda la discoteca de Delia. Desde entonces e inconscientemente inicié una edición musical, que constituye hoy, la banda sonora de mi vida. En el puesto de souvenirs, las gorras, camisetas y discos disminuyen rápidamente bajo el asedio de los fanáticos, apenas alcanzo a comprar la última producción del artista titulada ¨Day Trip¨, un trío virtuoso conformado por Christian McBride (bajo) y Antonio Sánchez (batería). Mi amigo Brian se dirige hacia las altas galerías adonde se encuentra su asiento y yo, camino guiado por una amable edecán que me deposita en la hilera BBB silla 6, osea, segunda fila al frente del escenario. Sentado en la butaca y con el recuerdo de mi exsuegra aún fresco, concibo este momento como un sueño hecho realidad. La luz refulgura en las partes metálicas de la batería ubicada al centro del proscenio, dos amplificadores negros a la izquierda y otro a la derecha, más tres demacradas plantas en segundo plano, conforman el total del decorado. Paseo la vista por los amplios pisos del auditorio, repletos en su mayoría. Sobre mi cabeza el domo, celeste y cruzado con nubes pintadas, convierte la bóveda en un cíclope mirando a sus pies el hormiguero de espectadores. Lentamente, oscuridad y silencio, se apoderan del lugar. Metheny aparece activando aplausos eufóricos. Un seguidor le orienta hasta su guitarra y vuelve la calma. Con el pulgar izquierdo sobre el traste (signo de mala técnica para la mayoría de académicos ) y sin la camisa blanco y negro a rayas habitual, da inicio al solo acústico. Metheny nos sumerge en transiciones plagadas de una bruma improvisatoria, invadiendo los territorios entre las diferentes melodías que han sido transformadas en leit motiv con el paso de los años. Divago en completo abandono, deliciosamente extraviado. La ejecución simple y clara es una muestra de armas secretas e íntimo placer, un pedazo de cotidiano, como si en vez de estar aquí, tocara en la propia alcoba, adonde él y su guitarra se unen a solas. Dedica minutos a la disección de temas, empuñando el escalpelo de su espontaneidad que todo lo destruye y lo vuelve a construir, entonces, pasar del orden al caos produce gozo. El sentimiento de asistir a la gestación de una nueva obra es latente, son bosquejos que permanecen en el aire sostenidos con cadencias minimalistas que apenas duran, para luego evaporarse en un largo armónico que rebasa las leyes de la acústica y así, llega el final de la primera parte. Desde el fondo oscuro del escenario, surge una mujer vestida de negro, cargando un instrumento de extrañas formas que deposita en el regazo de Metheny, obviamente es una guitarra, pero dotada con 3 mástiles, 2 agujeros armónicos y 42 cuerdas, que tensadas al máximo, ejercen una presión de 1000 libras, esta es la Pikasso I, un sueño de Metheny materializado a través del genio de la luthier Linda Manzer, en la que invirtió 2 años de trabajo, posiblemente a su vez influenciada, por las pinturas del maestro cubista y un sonido inexistente hasta el momento. A primera vista, la Pikasso I, demanda más de dos manos para ser desentrañada, excepcional artilugio que sincretiza el arpa, el laúd, la mandolina y el bajo. Un arpegio metálico abre el set, su mano derecha comienza a pellizcar la intrincada trama de finas cuerdas produciendo vidriosos ecos. Luminosidad líquida penetra mis sentidos, propagando extensas geografías de espejo, adonde la simbiosis cromática se sucede en un infinito reflejo, sorpresivamente y con el oscuro color de un trueno, el bajo acomete fluyendo como una tormenta subterránea. El acento marcadamente oriental, confiere a la música una cualidad ritual capaz de desempolvar esas huellas ancestrales que todos compartimos. La variedad tonal, es una centelleante llave que descifra límites y recompensa a los oyentes con una paleta de colores adonde escoger, después de saborear esos subtemas, me abstraigo para distinguir la gran panorámica musical, paisaje rutilante hecho de materia cristalina que vuela en pedazos golpeado por el vigoroso y grave staccato. Metheny se encorva bajo una feroz marea de aplausos e intercambia con su asistente la Pikasso I, por una guitarra Ibañez serie Pat Matheny de aspecto normal. El contrabajo emerge bajo la luz del cenital, lo mismo que su ejecutor Christian McBride, Antonio Sánchez se sienta en el banquillo de la batería y el armonioso triángulo invade la sala con un golpe de soltura, que los caracterizará durante todo el concierto. Es importante subrayar que la relevancia del evento no solo es musical sino también generacional, Sánchez y McBride nacidos en los setentas, son la nueva cosecha de músicos, que en vez de alimentar el deseo por suplantar a sus mentores, invierten el talento en extender y enriquecer los horizontes infinitos del jazz, mirando desde los hombros de un genio como Metheny, que igualmente comparte su alma con ellos. La comunicación es sobrenatural, o como alguien dijo, telepática. En los tres se acumula una inmensa carga, contenida por los muros de una estructura melódica, que a ratos resiste al sutil bombardeo de síncopas y acentos, infligiendo grietas por donde escapan calculados chorros de improvisación. Al frente de tanto virtuosismo es fácil aseverar, que ésta es la frontera más lejana a la que un músico puede llegar, certitud que se va erosionando a causa de la milagrosa progresión harmónica que borra márgenes, ellos mismos ponen y quitan las barreras, ellos mismos trazan y desaparecen las marcas.¨Let´s move¨, parte de lo nuevo, captura lo complicado y simple en un mismo lugar, es un vertiginoso viaje adonde el riesgo espera a la vuelta de cada nota y el ritmo organiza tramas imposibles de adivinar. Con esta pieza, Metheny retó a McBride, quería hacerlo volver a la partitura más de una vez, pero este, fue capaz de almacenar el embrollado material con una sola leída, dejando en claro su idiosincrática personalidad musical. Después de 8 temas, es difícil encontrar uno solo que no me haya gustado, y ahora, en mi cabeza, recién incorporadas, rondan pedazos de esas frescas tonadas que se avivan por sí solas. ¨¿Is this America?¨ es una confortable y triste balada, que recuerda la brutal negligencia del gobierno estadounidense, durante el azote producido por el huracán Katrina, la pregunta es, ¿puede lo trágico ser bello?, poco a poco voy cediendo el lugar del raciocinio a la cadencia melódica, que es una continua contradicción de sentimientos. ¨Day trip¨, composición que da el nombre a la gira y que según Metheny, contiene virtualmente, la esencia sonora que los músicos desearon plasmar. La vuelta al día en ochenta mundos, es el título de un libro de Julio Cortázar, que con justicia sirve para adjetivar este tema; cantera de inagotables combinaciones, que nos obliga a mirar por un caleidoscopio, adonde la multidimensionalidad musical corrompe con el germen de la creatividad. ¨Day trip¨ es una metáfora que engloba la infinidad instantánea de un día, profiriéndole esa inmunidad temporal o durabilidad, que transfigura el trabajo en obra de arte, siempre sometida a perpetuo mejoramiento. Repentinamente el concierto finaliza, dos horas que no han durado ni media. Mi conciencia vuelve a su sitio mientras recojo mis cosas. Intercambio fuertes emociones con los pocos que siguen magnetizados al frente del escenario vacío: Metheny el camaleónico, Metheny el dinamitero de modelos intocables por lo tanto, revolucionario, Metheny el ecléctico, Metheny el subversivo, Metheny, Metheny.
Antes de salir, realizo una búsqueda somera para localizar a Brian, sin resultado alguno. Enfrento la fría noche en las calles de Forth Worth. No hay trazas de nieve por ningún lado. La carretera está vacía y tranquila. Del bolsillo saco mi grabadora de voz, con la que pude capturar los dos últimos temas, el sonido es pobre y saturado, pero qué importa, es más que todo un recuerdo. Así me voy tragando el freeway de vuelta, empapado de una brillante nostalgia, tratando al mismo tiempo de entender la fugacidad de la belleza. Cada vez la noche es más oscura, que tranquilamente espera el ataque del mañana. Otro día, que se construirá con las armas del azar, 24 horas durante las que muchos sufrirán, dormirán, volarán, besarán, coserán o viajarán, navegando el día conscientes o inconscientes, realizando un Day Trip de ida o de vuelta, eso nunca se sabe.
Como lo hace Dios
—Como lo hace Dios, ¿verdad papi?—dijo la pequeña.
El, silencioso, sintió como esa pregunta lo sorprendía, enrollándosele como hiedra alrededor de su entrenadísimo cerebro. Ni las arduas pruebas a las que había sido sometido en laboratorios, ni las horas agotadoras de intricado entrenamiento, tuvieron la fuerza de aquella simple pregunta, que ahora le producía un efecto de avalancha en sus pensamientos. Adentro del casco, suspendidas las lágrimas muy cerca de sus ojos, se convirtieron en dos diminutas bolas de cristal idénticas. Nunca se había permitido un centímetro de esoterismo porque la ciencia lo abarcaba todo, pero ahora quién podría darse cuenta estando en la soledad de su traje espacial. Encerrada en una lágrima la tierra estirándose y encogiéndose, dominada por los efectos de la física, en la otra observó una réplica de la primera. No encontró ningún designio o seña sobrenatural, lo que si notó fue que habían ahora tres planetas tierra, dos hechos de lágrimas y uno real formado con los tres elementos. Volvió a llorar, solo para sentirse capaz de crear mundos y entonces recordó la pregunta de su hija.
—Como lo hace Dios, ¿verdad papi?
S.P.
Para asegurarme si luzco bien, echo un vistazo desde los zapatos hasta los botones de mi saco. Curioso, pero a pesar de la importancia de esta reunión no me siento nervioso. Después de pasar el dispositivo de seguridad, camino con más soltura atravesando los extensos pasillos, adonde la simetría es la regla. Ella camina delante de mí, tremenda rubia, y cada cierto tiempo me mira, yo le sonrío, y luego me concentro en la gracia de sus altos y afilados tacones, que a cada paso tiemblan deliciosamente, produciendo un eco que va llenando las frías y altas galerías. Después de 22 minutos de caminata, paramos frente a una puerta con un rótulo incrustado que dice “Snacks” en letras luminosas, la rubia compone una combinación en el teclado debajo de la cerradura, y la puerta se abre, amablemente me cede el paso. A mis espaldas el tremendo golpe de la puerta que se cierra, me hace reaccionar como un animal asustado y quedo frente a ella. Una risa burlona le invade y tratando de no ser tan evidente se tapa la boca con la mano izquierda, mientras que con su derecha abierta me ofrece un puñado de monedas. Si esta rubia no fuera tan hermosa, le habría lanzado las malditas monedas. Pero en cambio le sonrío dócilmente, con un gesto desencajado por el susto que todavía me agita el pulso. El lugar adonde nos encontramos ahora, es todo lo opuesto al que quedó detrás de la ruidosa puerta, aquí la única luz que existe es la que proviene de las máquinas traga monedas, que forman dos filas, una a cada lado del estrecho pasillo.
—¿Are you hungry? —me pregunta la rubia.
—Un poco—le contesto.
—Tamales are the best, would you like to try it?
—Sí.
—Put couple quarters on this machine.
Deslizo dos monedas por la ranura e inmediatamente del fondo de la máquina aparece una señora con delantal, detrás de una enorme olla adonde un líquido verdoso hierve empañando los cristales de la vitrina, con una rápida maniobra saca el tamal de la olla, lo desenvuelve, desecha las hojas y lo sirve en un plato. Una correa lo arrastra hasta una compuerta por la que introduzco mi mano. La señora, dibuja un par de círculos en el vidrio, y en ese mismo momento reconozco en su rostro, el de mi madre.
—If you want some fresh coffe better hurry up, we have not so much time left, do you need more quarters? —pregunta la rubia.
—No gracias. Disculpe, tengo algo que decirle.
—What?
—La señora en esa máquina es mi mamá.
—She’s making good money, so don’t worry. We need to run now, is almost time for your appointment.
La rubia empieza a caminar con el café en la mano que chupa cuidadosamente, y yo, la sigo con el humeante tamal en mi plato. Los diferentes olores que brotan de aquellas máquinas, reconstruyen un pasado al que no sé si todavía pertenezco. Antes de alcanzar la puerta en el otro extremo, logro probar el tamal, que esparce en mi boca un repugnante sabor obligándome a escupir. La rubia de espaldas no se da cuenta de nada, y entonces aprovecho para dejarlo en el suelo, sin hacer ningún ruido. Cuando ella me abre la puerta, le enseño el plato vacío, sonríe y me señala la basura, doblo el plato tres veces y lo guardo en mi bolsillo. La rubia arruga entre sus manos el vaso de donde salen gotas de café y lo lanza por encima de mí, logrando encestar con precisión. Entramos al nuevo aposento, adonde una gigantesca bandera gris ondea vigorosamente, como si tuviera vida propia, pues aquí no hay ventanas por donde corra el viento. Del techo cuelgan infinidad de lámparas, que a pesar de su brillantez, no logran apartar mi vista, hay algo, como un hormigueo que va y viene por sus ramificaciones. La rubia se ha puesto unas gafas oscuras que la hacen ver aún más sexy, me toma del brazo y empezamos a caminar. La altura del techo es de incalculables dimensiones, y aquel hormigueo no es ni más ni menos que el movimiento de hombres encargados de algún trabajo. Bajo la vista para descansar de la destellante luz, que invade tan dramáticamente todo el lugar. Camino guiado por la rubia, con mis ojos cerrados.
—¿Me podría dar unos anteojos? —le pregunto a la rubia.
—Only for employes, sorry.
Con las pupilas ya más acostumbradas, logro desentrañar el misterio. Aquellos hombres allá en las alturas, reemplazan los bombillos de las enormes lámparas que se funden a cada minuto, calculo trabajarán unos cincuenta en cada una, que como monos brincan de un lado al otro, desde aquí parece un circo de pulgas. Seguimos caminando y de un golpe me cubren la cabeza con una capucha, dejándome completamente a ciegas.
—Don’t worry, is just part of the requirements—dice la rubia mientras cuidadosamente me sienta. A mi alrededor oigo movimiento de sillones, mesas, cristalería y hasta alguien probando un micrófono. Gente viene y va, se hablan, susurran, De un monotazo me sacan la capucha. En una fila, en frente de mí, siete hombres, vestidos de traje entero, anteojos oscuros, piel blanca y con idénticas facciones, me saludan al mismo tiempo.
—Hello Mr. Chávez, what a pleasure to have you this evening—el saludo es un coro perfectamente sincronizado, también sus movimientos son uno solo, cada gesto se repite en los siete hombres como si fueran reflejos de una misma imagen.
—Hola señor presidente, gracias por su tiempo—contesto.
—Let’s go straight to the point, would you like to become a “S.P.” —dice uno de los siete señores, mientras los otros seis se limitan a sonreír.
—Un S.P., ¿que es eso?
—A serious person, it’s that correct?
—Correcto.
—Well, how many cylinders your car have?
—Cuatro.
—Not too many, young man. Do you have A.C. on your car?
—Perdón.
—Air conditioner?
—Ah, no tampoco.
—The last question and maybe the most import one, do you have credit?
—No señor.
—Mr. Chávez, I am afraid that you are not eligible.
—Pero, cuál es el problema?
—In order to become an S.P. you at least need to have credit, it is an offence to live in this country without it.
Con gestos amenazantes los siete hombres se levantan al mismo tiempo, extrayendo de sus sacos diferentes cosas, tomates, naranjas, mangos y bananos, siento temor y me pongo de pie. Todas las frutas se estrellan contra mí, y después noto que contra el suelo rebotan, como si estuvieran hechas de goma. Corro por galerías y salas, con un tumulto de gentes que parece aumentar a cada paso. Las frutas de goma me siguen lloviendo, y es ridículo ver como mis enemigos insisten, sin lograr producirme ningún dolor, mucho más angustiante es ver sus caras rabiosas y oír sus gritos de odio. Logro por fin salir del edificio y sigo corriendo sin parar. Al doblar la esquina estoy de vuelta en mi barrio, reconozco la calle sin salida y las casas protegidas con alambre navaja. Un portón rojo de latas, extrañamente desprovisto de tan filosa protección, aparece al lado izquierdo de la acera, desesperadamente lo escalo sin mucha dificultad. Cuando caigo del otro lado, recupero el aliento sentado en el pavimento. A mi derecha la fachada de una casa se extiende hacia el fondo y en medio de dos mecedoras una puerta abierta por la que ingreso rápidamente sin pensarlo. En la sala hay dos mujeres con largas trenzas, blusas bordadas y faldas de satín, hablando con tres hombres vestidos de blanco y sombrero de ala ancha, todos muy quemados por el sol. Me refugio debajo de una mesa y comienzo a llorar desconsoladamente. La más vieja de las dos mujeres se acerca ofreciéndome un vaso con leche.
—Con esto se le va a pasar el susto, se puede quedar hasta que no haya peligro.
—¿Y que tal si nos agarran a todos por su culpa? —dice un cuarto hombre que ingresa a la casa, sus duras facciones contrastan con el gesto compasivo de los demás.
—Es un fugitivo y no sabemos porqué lo buscan. Tengo razón cuando les digo que hay que conformarse con lo que uno nació, que cuando nos regalan lo que alguna vez fue prestado, siempre sigue siendo prestado, que los favores nunca se pagan y se usan para esclavizar.
He recibido varias cartas de mi familia cargadas de esperanza, ellos trabajan duro por agregarle un par de cilindros y aire acondicionado a mi auto, pero lo de mi crédito, no sé, no dicen nada al respecto. Olvidé cuanto tiempo ha pasado desde que aprendí a vivir debajo de esta mesa y a saciar mi sed con la leche que me da esa mujer.