Thursday, October 30, 2008

La cruz



Hola, Alejandra. Probablemente te preguntarás quién diablos soy y por qué te estoy escribiendo. La respuesta es simple, estoy buscando ayuda para luchar contra mi enfermedad, un síndrome que la medicina actual no ha podido identificar. Consiste básicamente en la atrofia de mis articulaciones y gradualmente pierdo la capacidad de movimiento. Los doctores aseguran que la única manera de retrasar este proceso es practicando mucho estiramiento, y justamente vi en Hi5, que conoces la técnica del release terapéutico, exactamente lo que me aconsejan los médicos. Ojalá te interese y me puedas ayudar.

 Atte: Julián Montoya.

Envió este pedido con plena conciencia de que tal vez nunca obtendría respuesta; pero lo que no iba a tardar era su castigo, un precio que estaba dispuesto a pagar por comunicarse con ella. No estaba enfermo y su verdadero nombre era Ernesto. Al día siguiente la contestación dejaba saber, en tono entusiasta, que Alejandra estaba dispuesta a colaborar con él. Conforme pasaban los días y sabía más de ella, la reconstrucción de su pasado se facilitaba, y al mismo tiempo, usar el falso seudónimo se le hacía más difícil. La comunicación entre ellos había tomado buen ritmo, acercándolos inevitablemente hacia un encuentro físico que a Ernesto ilusionaba y espantaba a la vez. Su actual condición era el motivo de tal temor y también el principal obstáculo que él reconocía; pero después de gastar la incertidumbre a punta de vigilias, lograba enderezar la balanza con el peso de la razón, que era el móvil de aquel encuentro: Julián no podía aceptar que Alejandra cargara con toda la culpa que los había llevado al final y estaba convencido de que el único responsable era él.

Inventó excusas para retrasar la reunión hasta que se le acabaron todas. El lugar y la hora estaban pactados para hoy. Ni pensar en posponer la cita. Alejandra, a pesar de su corta edad, tenía una fuerte determinación que la sumergía en su carrera, y el que ella estuviera dispuesta a brindarle su tiempo no dejaba espacio para juegos tontos. Las horas se achicaron rápidamente acortando la distancia entre ellos. Ernesto se sintió dolorosamente vivo, súbitamente se apagaron todas las luces y caminando a ciegas, caía por orificios que se abrían en el piso. Los golpes contra el suelo eran brutales y repetidos; cuando decidió no moverse, se dio cuenta de que aquel había sido su castigo. Por mucho tiempo permaneció inmóvil. Frente a él, una raya de luz empezó a brillar, ganando intensidad con rapidez, y presintió que lo peor había pasado.  

Alejandra lo esperó una hora y luego se marchó extrañada, tratando de entender por qué Ernesto no se había presentado. Quizá una emergencia habría sido la causa; después de todo, su estado era delicado y muy susceptible, o al menos así lo quería creer ella. Trató de olvidar el episodio y acabar con los compromisos que le quedaban al día. A las 10:13 p.m., de vuelta a su casa, la soledad de la calle le causó desconfianza, antes de doblar la esquina escuchó gritos, voces que reconoció, tranquilizándose inmediatamente. Los carajillos del barrio, entre vacilaciones e insultos, refutaban lo que otros reclamaban como gol. Entró a su casa y después, directo a la ducha. En su tobillo derecho, la ampolla le ardió como un recordatorio de lo que había sido el entrenamiento. El agua le lavó los residuos del día, dejándole más liviana. Envuelta en una toalla y con el pelo empapado, repasó mentalmente la agenda del día siguiente sentada en la cama: los últimos ajustes de la coreografía, el planeamiento de sus lecciones y un viaje al sur eran lo que más la preocupaba. Quitó los dos plásticos de la curita nueva y la adhirió a su tobillo. En el escritorio, la pantalla del computador se iluminó, provocándole impresión. Desconfiada, tomó asiento frente al monitor y abrió el único correo nuevo en su buzón. Antes de ver el remitente adivinó quién era; y, en efecto, era Julián. El mensaje no contenía más que un archivo de sonido:

 —Alejandra, perdóname por esta imprudencia. Estoy seguro que ya reconociste mi voz; sí, soy yo. No te asustes, no hago esto para molestarte, todo lo contrario, quiero ayudarte, liberarte de toda culpa, lo que pasó yo me lo busqué, te...

La voz se interrumpió. Ella escuchó repetidas veces el mensaje hasta convencerse de su veracidad. El aturdimiento la envolvió con un mareo, provocándole nauseas que la hicieron vomitar. Cuando se recuperó, le pareció que venía saliendo de un trance y no encontraba explicación para aquel escalofriante acontecimiento. Volvió a escuchar la grabación y, a la fuerza, debió aceptar que él seguía existiendo, que la voz era sin duda la de Ernesto.

En un intento por esquivar otra posible fatalidad, Alejandra había decidido no tener pareja tres años atrás, el mismo día del accidente de Ernesto. Ella sabía que el recordarlo era atravesar un tormentoso camino, y esa pregunta persistente acechándola ¿cómo sería hoy la vida junto a él?, que era un martillo desbaratándole el tiempo: no había respuestas, solo resignación y la culpa, que ardía cada vez más. Los dos puntos parpadeantes entre las horas y los minutos del reloj la arrebataron de su pensamiento. Eran pasadas las 2 a.m. Su pelo ya estaba seco y la toalla no era suficiente contra el frío de la madrugada; antes de ponerse el pijama, quedó desnuda por un momento, algo la impulsaba a permanecer así. Después de vestirse, envió un mensaje:

"La culpa fue de los dos."

En segundos obtuvo respuesta.

"Es necesario que no existan culpas, es necesario el olvido para volver a ser libres."

"Quiero saber dónde estás, todo es muy confuso."

"Alejandra, para mí también y no sé realmente dónde estoy, no tengo mucho tiempo, en cualquier momento pueden apagar las luces de nuevo y cortar la comunicación. La única manera de arreglar todo esto es que te vayas ahora mismo hacia la Cruz; sé que no es fácil, confía en mí. No te puedo escribir más. Te espero."

Sobrecogida por la nostalgia y el miedo se preparó para salir e hizo una llamada. Diez minutos después el taxi la esperaba.

—Buenos días, ¿adónde quiere que la lleve?—preguntó el chofer.

—A la Sabana, por favor.

¿Quiere que le ponga la maría?

—Haga como quiera, pero eso sí, le pido que vaya rápido, me urge llegar...

—Disculpe que sea metiche, pero ¿está bien?

—Sí.

Las calles eran un escenario vacío donde algún perro se convertía en único protagonista. Por el espejo retrovisor, los ojos del chofer la acechaban constantemente; ella buscaba refugio detrás del asiento, cambiaba de lugar, pero nada le ofrecía protección contra aquella mirada.

¿Le puedo hacer una pregunta? —dijo el chofer.

—A ver... —contestó ella con los ojos clavados en la alfombra.

— ¿Usted cree en el infierno?

—No sé.

¿Y en el cielo?

— Yo no sé que creer.

—En algo hay que creer.

—Talvez no.

—Muchacha, ¿a qué parte de la Sabana vá?

—A la Cruz, la que está cerquita del Gimnasio Nacional.

—Muy bien... Y usted ¿tiene hijos?

—No, qué va...

¿Casada?

—Tampoco.

—¡Novio, de fijo!

Alejandra quedó muda.

—Disculpe, ¿dije algo que la molestó?

—No, no. Aquí me quedo.

En la maría los números rojos marcaban 870. Ella hundió la mano en el bolso y sacó algunos billetes.

¿Quiere que la espere? —dijo el taxista— me da miedo dejarla aquí tan sola.

—Se lo agradezco, no se preocupe...

Bajó del taxi y lo vió alejarse. Estaba de vuelta al sitio que había intentado borrar de su memoria por más de tres años. Debajo de sus suelas, la piedrilla suelta era lo único que escuchaba. Subió el montículo, donde el zacate, a falta de mantenimiento, se había vuelto monte. Miró hacia atrás: la sombra de la cruz se prolongaba a sus espaldas. Volteó la mirada y quedó frente a ella, recordaba la textura áspera y el esqueleto de varillas, que se veía a través de los orificios que la gente había hecho para poder llegar hasta su cima; una cruz gigante de cemento completamente vacía por dentro. Permaneció a la espera de alguna señal. Sacó las manos de sus bolsillos lentamente y palpó el frío concreto, que le transmitió como electricidad el recuerdo de la noche del accidente.

Ese día, Ernesto la fue a buscar al aeropuerto; Alejandra regresaba de una corta gira por Europa. Una vez que acomodaron las maletas en el baúl del automóvil, destaparon dos cervezas y tomaron el camino. Ernesto vendó los ojos de Alejandra para que la sorpresa tuviera más efecto.

—Ahora sí, llegamos—le dijo Ernesto.

—No puedo ver nada.

—Confiá en mí, mujer.

Ernesto le arrancó la venda y Alejandra se encontró con una abundante cosecha de amigas y amigos; las bienvenidas y besos se dilataron por casi media hora. Al pie de la cruz, la pareja recordó su primer encuentro, que había tenido lugar ahí mismo, durante una reunión de líderes cantonales en busca de firmas para hacer posible un referéndum.

—Amor ¿vos sos cristiano?—le dijo Alejandra.

—Para qué me preguntas si sabes que la respuesta es no.

—Fíjate en aquella señora que está comprando copos a sus niños y nos mira; estará pensando que celebramos algún santo sacramento alrededor de la Cruz.

—Es muy posible que así lo vea, pero ahora se va a dar cuenta de lo que realmente pasa aquí.

Julián empinó la botella, vaciándola después de un largo trago. Con sus dos manos, penetró la abundante cabellera de Alejandra

—Te quiero porque te conozco y no te conozco—le dijo, y se besaron.

Poco a poco escaló hasta lo más alto de la cruz; el viento empezó a soplar vigorosamente, y Ernesto se veía muy pequeño allá arriba. De su bolsillo sacó un papel, lo extendió y a gritos empezó a leer:

—Hay algo de inexacto en los recuerdos

una línea difusa que es de sombra,

de error favorecido.

Y si la vida está cifrada

es en esos recuerdos

precisamente desvaídos,

quizás remodelados por el tiempo

como un arte que implica ficción, pues verdadera

no puede ser la vida recordada.

Y sin embargo...

La ventisca le arrebató de las manos el papel. Ernesto intentó atraparlo; perdiendo equilibrio, la caída y su muerte tardaron segundos.

—Muchacha, muchacha... ¿le pasa algo?

Alejandra abrió los ojos, confundida entre la imágenes de aquel recuerdo y la presencia de un policía.

—¿Acaso no sabe que aquí está prohibido trabajar?

¿Trabajar? ¿De qué me habla? Usted me está confundiendo...

—¡No me diga¡ Entonces ¿me puede explicar qué hace aquí, en mitad de la Sabana a las 4 a.m.?

—Vine a ver a un amigo.

—Ah, ahora se les llama amigos a los clientes, qué ternura. Recoja su bolso y me acompaña.

—Oiga señor, a mí no me falte el respeto, déjeme aunque sea explicarle...

—Se lo digo clarito, o me sigue o voy a tener que usar la fuerza.

—Pero señor ¡créame!

—Ya le dije, usted escoja.

Alejandra comprendió que era inútil cambiarle de parecer. Resignada, se dejó escoltar por el policía hasta la perrera. Una fauna variada de mujeres, luciendo maquillajes cargados y saturando el aire con perfumes baratos abarrotaban el vehículo. Alejandra, a pesar de su claustrofóbica situación, se sintió liberada; ni siquiera recordaba por qué estaba allí. Una parte de su pasado se había desvanecido definitivamente, con la excepción de unas frases que recitó mentalmente:

—Y sin embargo

a ese engaño debemos lo que al fin

será la vida cierta, y a ese engaño

debemos ya lo mismo que a la vida.

   

 

 

 

 

 

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