Thursday, October 30, 2008

Day trip

En todos los canales del cable se pronostica mal tiempo para hoy, el día está lluvioso y frío, nada extraordinariamente fuera de lo común; necesario es recalcar que aquí en Texas, todo lo relacionado con el clima se toma muy en serio y a veces tengo la impresión de que los meteorólogos se han convertido en gurús que la gente escucha y acepta como santa verdad, no se puede negar que la tecnología a contribuido con la exactitud de sus pronósticos y aún así, un margen de error considerable persiste. Me niego entonces a ser una oveja más, sometida a sus proféticas predicciones, a escuchar sus voces de aguafiestas, capaz de traerse al suelo cualquier día de campo o excursión, y si a eso le sumamos una madre que advierte del peligro a su niño de 34 años, que soy yo, los contras superan a los pros. Son pasada la 1 p.m y decido partir hacia el concierto del guitarrista de jazz Pat Metheny, que tendrá lugar en la ciudad de Forth Worth, más o menos a una hora de Dallas, como máximo. La emoción me embarga, este día merece ser registrado. Mientras conduzco, enciendo mi grabadora de voz y doy rienda suelta a una verborrea nada pretenciosa que da cuenta a lo acontecido en relación con mi escritura. En el freeway, los carros pasan veloces a pesar de la fuerte lluvia, todo muy bien, hasta que un ruido irrumpe con voz de advertencia, dejo la grabadora de lado e intento averiguar de qué se trata, las escobillas en el parabrisas se tocan la punta una con la otra, la situación empeora hasta quedar entrelazadas, siguen moviéndose con una característica enclenque de hierros retorcidos y de repente, las dos juntas se desprenden y vuelan por encima del techo, ciego momentáneamente, soy presa del pánico, mi visión queda reducida a un retrovisor mal ubicado y la difusa imagen del cristal trasero, los pitazos me advierten la extrema cercanía de otros vehículos. Estaciono todavía desorientado y aturdido por el devastador chirrido de metal contra el vidrio. Vuelvo a los niveles normales de adrenalina y paro en la tienda de repuestos. El total de la compra $20, un par de escobillas y una linterna de mano por si acaso. Con nuevos bríos y ufanas esperanzas ataco por segunda vez la carretera, que después de una hora se torna lenta. Precisamente hoy los pronósticos meteorológicos son correctos. La nieve empieza a blanquear el paisaje como se esperaba, y el tráfico apenas si avanza. Nieve en Texas a estas alturas, ¿quién lo puede creer? Hace un año, me encontraba saliendo y entrando de la piscina en casa de los Mariel, burlando infantilmente el intenso calor. Ni modo, la paciencia como catalizador de mi ansiedad y la música que siempre cargo conmigo, me permiten escapar a la claustrofóbica espera. Recorro tramos con señales completamente cubiertas de nieve y a ratos no sé donde estoy. Adelante, un conductor desciende del auto para despejar el parabrisas, su silueta es un garabato en medio de una gigantesca y blanca hoja de papel, no hay horizonte, mi visibilidad alcanza unos cuantos metros y después se corta con una guillotina de hielo. La tracción es mínima por el revoltijo de escarcha negra en el asfalto. El azote invernal percute miles de sonidos contra latas y cristales, las escobillas suman mecánicos murmullos de pieza nueva y el coro se completa con Debussy y su claro de luna, equilibrando mis emociones. Después de un breve intercambio vía telefónica con mi hermano, caigo en cuenta de mi total desorientación y hago una pausa en el primer restaurante que aparece. Cuando ingreso, segundos antes de atacar sus enormes hamburguesas, un grupo de adolescentes apiñados en la mesa advierte mis pasos, el más blanco de todos se dirige a mí y articula un ¨houla amigou¨ que provoca risas calculadas entre sus acólitos, sin emitir respuesta, sigo caminando con la sensación de haber sido presa de burla, o talvez no, en todo caso ya es muy tarde para contestarle. En otra mesa, los dependientes envueltos con delantales sucios me reciben con un ¨jaguáryu ser¨ activando nuestra complicidad idiomática. Al mismo tiempo que mastica, el más viejo de los empleados, elabora las instrucciones que clarifican mi nueva ruta. Cuando abro la puerta del carro la nieve súbitamente para de caer, y convierto este suceso en buen augurio. El tráfico continúa lento, pero la esperanza de llegar rápidamente crece en mí, al notar como el hielo de las señales resbala vencido por un cambio drástico en la temperatura. Entre las horas y minutos, dos puntos parpadean tres veces y dan las 4 p.m. La cercanía de mi objetivo es eminente, un triunfo orquestado por la combinación hombre-máquina. Acaricio el volante evidenciando mi agradecimiento por el esfuerzo mecánico desempeñado a lo largo del trayecto, como resultado de esta perversa relación comprendo ese estúpido cariño, sino amor, que los hombres profesan por sus máquinas. Los desiguales retazos urbanos al lado de la carretera, empiezan a conformar una ciudad que todavía no veo. El pavimento brilla, convertido en una larga ruta de espejos que se dilata derecha por varios minutos, al fondo, la verticalidad de los edificios surge paulatinamente. De un tirón, me encuentro navegando entre las calles y avenidas de Forth Worth. Dos ángeles gigantescos, incrustados contra una de las fachadas del auditorio, soplan enormes y doradas trompetas. Empujado por una  fría ventisca ingreso al edificio para retirar mi boleto. Afuera, intercambio impresiones sobre el clima con Brian, un amable transeúnte que accede a fotografiarme junto al afiche de Metheny, nuestra pasión por el músico, desencadena un repaso elogioso por su discografía y una complicidad se instala entre los dos. Con un apretón de manos me despido, consciente de que queda mucho por hablar. Afuera del teatro, paseo admirando sus blancas paredes de piedra caliza, glaciales fragmentos rezumando tristezas árticas que alejan mi tibio recuerdo de trópico. Acomodo el cuello de mi chaqueta y con la emoción que suscitan las ciudades nuevas emprendo a caminar. Por entre los edificios, el ventarrón helado se cuela, barriéndome los ímpetus de explorador en muy poco tiempo. Llego a la otra esquina tiritando de frío, atrás de una ancha y alta vitrina como un maniquí, aparece Brian, mirándome y alzando su cerveza en señal de brindis. Ingreso al local; atravesando una acogedora y tibia galería, al mejor estilo de las tabernas irlandesas, atendida por saloneras de faldas cortas y medias largas. Luego del segundo vino, Brian me informa de su pasado como trompetista y su presente como vendedor de computadoras, también la alegría que le produce bucear, por último, el retrato familiar, compuesto por una esposa escritora y fotógrafa, un sobrino huérfano adoptado recientemente por ellos, y su hijo, un adolescente abismado en el autismo. Con una sonrisa, Brian pone punto final a la conversación, amortiguando mí angustia a raíz de sus confesiones. Pedimos la cuenta, Brian insiste en pagarla, acepto complacido, preguntándome que lo habrá motivo a actuar así.  Dejamos el bar faltando veinte minutos antes de que comience el concierto. La sala de espera y los pasillos del teatro, abarrotados por fieles seguidores que lucen camisas con portadas de discos y giras pasadas, son un visual recorrido a través de la obra de uno de los músicos más influyentes y originales de nuestra época. Dieciocho años atrás, visitaba por primera vez la casa de mi novia, con el propósito de formalizar nuestra relación y conocer a Delia, mi suegra. Precisamente ella, es a quien debo el descubrimiento del jazz y otros géneros, pero sobre todo la música de Metheny. En poco tiempo, los casetes vírgenes se convirtieron en una compra habitual y paralelamente a el enamoramiento en brazos de mi mujer, aprovechaba para copiar de manera voraz toda la discoteca de Delia. Desde entonces e inconscientemente inicié una edición musical, que constituye hoy, la banda sonora de mi vida. En el puesto de souvenirs, las gorras, camisetas y discos disminuyen rápidamente bajo el asedio de los fanáticos, apenas alcanzo a comprar la última producción del artista titulada ¨Day Trip¨, un trío virtuoso conformado por Christian McBride (bajo) y Antonio Sánchez (batería). Mi amigo Brian se dirige hacia las altas galerías adonde se encuentra su asiento y yo, camino guiado por una amable edecán que me deposita en la hilera BBB silla 6, osea, segunda fila al frente del escenario. Sentado en la butaca y con el recuerdo de mi exsuegra aún fresco, concibo este momento como un sueño hecho realidad. La luz refulgura en las partes metálicas de la batería ubicada al centro del proscenio, dos amplificadores negros a la izquierda y otro a la derecha, más tres demacradas plantas en segundo plano, conforman el total del decorado. Paseo la vista por los amplios pisos del auditorio, repletos en su mayoría. Sobre mi cabeza el domo, celeste y cruzado con nubes pintadas, convierte la bóveda en un cíclope mirando a sus pies el hormiguero de espectadores. Lentamente, oscuridad y silencio, se apoderan del lugar. Metheny aparece activando aplausos eufóricos. Un seguidor le orienta hasta su guitarra y vuelve la calma. Con el pulgar izquierdo sobre el traste (signo de mala técnica para la mayoría de académicos )  y sin la camisa blanco y negro a rayas habitual, da inicio al solo acústico. Metheny nos sumerge en transiciones plagadas de una bruma improvisatoria, invadiendo los territorios entre las diferentes melodías que han sido transformadas en leit motiv con el paso de los años. Divago en completo abandono, deliciosamente extraviado. La ejecución simple y clara es una muestra de armas secretas e íntimo placer, un pedazo de cotidiano, como si en vez de estar aquí, tocara en la propia alcoba, adonde él y su guitarra se unen a solas. Dedica minutos a la disección de temas, empuñando el escalpelo de su espontaneidad que todo lo destruye y lo vuelve a construir, entonces, pasar del orden al caos produce gozo. El sentimiento de asistir a la gestación de una nueva obra es latente, son bosquejos que permanecen en el aire sostenidos con  cadencias minimalistas que apenas duran, para luego evaporarse en un largo armónico que rebasa las leyes de la acústica y así, llega el final de la primera parte. Desde el fondo oscuro del escenario, surge una mujer vestida de negro, cargando un instrumento de extrañas formas que deposita en el regazo de Metheny, obviamente es una guitarra, pero dotada con 3 mástiles, 2 agujeros armónicos y 42 cuerdas, que tensadas al máximo, ejercen una presión de 1000 libras, esta es la Pikasso I, un sueño de Metheny materializado a través del genio de la luthier Linda Manzer, en la que invirtió 2 años de trabajo, posiblemente a su vez influenciada, por las pinturas del maestro cubista y un sonido inexistente hasta el momento. A primera vista, la Pikasso I, demanda más de dos manos para ser desentrañada, excepcional artilugio que sincretiza el arpa, el laúd, la mandolina y el bajo. Un arpegio metálico abre el set, su mano derecha comienza a pellizcar la intrincada trama de finas cuerdas produciendo vidriosos ecos. Luminosidad líquida penetra mis sentidos, propagando extensas geografías de espejo, adonde la simbiosis cromática se sucede en un infinito reflejo, sorpresivamente y con el oscuro color de un trueno, el bajo acomete fluyendo como una tormenta subterránea. El acento marcadamente oriental, confiere a la música una cualidad ritual capaz de desempolvar esas huellas ancestrales que todos compartimos. La variedad tonal, es una centelleante llave que descifra límites y recompensa a los oyentes con una paleta de colores adonde escoger, después de saborear esos subtemas, me abstraigo para distinguir la gran panorámica musical, paisaje rutilante hecho de materia cristalina que vuela en pedazos golpeado por el vigoroso y grave staccato. Metheny se encorva bajo una feroz marea de aplausos e intercambia con su asistente la Pikasso I, por una guitarra Ibañez serie Pat Matheny de aspecto normal. El contrabajo emerge bajo la luz del cenital, lo mismo que su ejecutor Christian McBride, Antonio Sánchez se sienta en el banquillo de la batería y el armonioso triángulo invade la sala con un golpe de soltura, que los caracterizará durante todo el concierto. Es importante subrayar que la relevancia del evento no solo es musical sino también generacional, Sánchez y McBride nacidos en los setentas, son la nueva cosecha de músicos, que en vez de alimentar el deseo por suplantar a sus mentores, invierten el talento en extender y enriquecer los horizontes infinitos del jazz, mirando desde los hombros de un genio como Metheny, que igualmente comparte su alma con ellos. La comunicación es sobrenatural, o como alguien dijo, telepática. En los tres se acumula una inmensa carga, contenida por los muros de una estructura melódica, que a ratos resiste al sutil bombardeo de síncopas y acentos, infligiendo grietas por donde escapan calculados chorros de improvisación. Al frente de tanto virtuosismo es fácil aseverar, que ésta es la frontera más lejana a la que un músico puede llegar, certitud que se va erosionando a causa de la milagrosa progresión harmónica que borra márgenes, ellos mismos ponen y quitan las barreras, ellos mismos trazan y desaparecen las marcas.¨Let´s move¨, parte de lo nuevo, captura lo complicado y simple en un mismo lugar, es un vertiginoso viaje adonde el riesgo espera a la vuelta de cada nota y el ritmo organiza tramas imposibles de adivinar. Con esta pieza, Metheny retó a McBride, quería hacerlo volver a la partitura más de una vez, pero este, fue capaz de almacenar el embrollado material con una sola leída, dejando en claro su idiosincrática personalidad musical. Después de 8 temas, es difícil encontrar uno solo que no me haya gustado, y ahora, en mi cabeza, recién incorporadas, rondan pedazos de esas frescas tonadas que se avivan por sí solas. ¨¿Is this America?¨ es una confortable y triste balada, que recuerda la brutal negligencia del gobierno estadounidense, durante el azote producido por el huracán Katrina, la pregunta es, ¿puede lo trágico ser bello?, poco a poco voy cediendo el lugar del raciocinio a la cadencia melódica, que es una continua contradicción de sentimientos. ¨Day trip¨, composición que da el nombre a la gira y que según Metheny, contiene virtualmente, la esencia sonora que los músicos desearon plasmar. La vuelta al día en ochenta mundos, es el título de un libro de Julio Cortázar, que con justicia sirve para adjetivar este tema; cantera de inagotables combinaciones, que nos obliga a mirar por un caleidoscopio, adonde la multidimensionalidad musical corrompe con el germen de la creatividad. ¨Day trip¨ es una metáfora que engloba la infinidad instantánea de un día, profiriéndole esa inmunidad temporal o durabilidad, que transfigura el trabajo en obra de arte, siempre sometida a perpetuo mejoramiento. Repentinamente el concierto finaliza, dos horas que no han durado ni media. Mi conciencia vuelve a su sitio mientras recojo mis cosas. Intercambio fuertes emociones con los pocos que siguen magnetizados al frente del escenario vacío: Metheny el camaleónico, Metheny el dinamitero de modelos intocables por lo tanto, revolucionario, Metheny el ecléctico, Metheny el subversivo, Metheny, Metheny.

Antes de salir, realizo una búsqueda somera para localizar a Brian, sin resultado alguno. Enfrento la fría noche en las calles de Forth Worth. No hay trazas de nieve por ningún lado. La carretera está vacía y tranquila. Del bolsillo saco mi grabadora de voz, con la que pude capturar los dos últimos temas, el sonido es pobre y saturado, pero qué importa, es más que todo un recuerdo. Así me voy tragando el freeway de vuelta, empapado de una brillante nostalgia, tratando al mismo tiempo de entender la fugacidad de la belleza. Cada vez la noche es más oscura, que tranquilamente espera el ataque del mañana. Otro día, que se construirá con las armas del azar, 24 horas durante las que muchos sufrirán, dormirán, volarán, besarán, coserán o viajarán, navegando el día conscientes o inconscientes, realizando un Day Trip de ida o de vuelta, eso nunca se sabe.

 

 

 

 

 

 

 

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