I
Diez y veintisiete pasado meridiano, era lunes y manejaba hacia el bar. La noche había estado floja de propinas, sobraban razones para argumentar el porqué, pero la realidad era que la cosa definitivamente se estaba hundiendo, las estrellas blancas de la bandera se descosían cayendo al vacío de la desesperanza. Aún así, continué atravesando laberintos urbanos recien aprendidos, sintiendo mi ruta única, a pesar de las miles de rutas alternas para llegar al mismo lugar, iba feliz hacia otra noche de jazz. Cuando estuve frente del bar, noté sorprendido un campo libre para parquear, aceleré suave hasta acomodar mi insignificante carro entre otros dos; esta era la primera vez que no tendría que caminar por un minuto hasta la puerta. Después de parquear, hundí el pulgar en el freno de mano, al mismo tiempo que miraba a través de la vitrina frontal del bar, por la cuál adiviné fácil, qué pasaba adentro: nadie me esperaba. Cuando giré la llave para trancar, dos hombres se montaban en un carro estacionado frente al mío. Puteaban en joda, por la lluvia de mierda que había cubierto su vehículo, miré hacia arriba y una silueta negra de cuervo, se restregaba el pico contra las ramas, como cuando uno se limpia con servilleta después de comer. Los del carro y yo nos dijimos algo y después reímos.
II
Dos y cincuenta de la mañana, llegué a casa dando gracias de no haber sido interceptado por la policía, mi aliento era una prueba en mi contra. Lo demás fue pura rutina, o sea, abrir la puerta, cerrarla, abrir otra, volverla a cerrar, caminar confiado a ciegas un pequeño trecho, activar la alarma y caer devastado en el colchón. Al despertarme un hilillo de cerveza persistía en mi paladar, pero en poco tiempo quedó sepultado por los ríos de agua que me tragué. La mañana se pasó, sin haber siquiera hecho un tercio de lo que me había propuesto como parte de mis tareas diarias; cuando estaba concentrando la atención para hacerlo, el reloj indicó la hora de abandonar todo para irse a trabajar. Sin ninguna resistencia me entregué a mi rutinario acicalamiento. Con la camisa roja manga larga en una mano y la manigueta de la puerta en otra, noté el baño de mierda esparcido en la carrocería, los pringues fecales mantenían una frescura que casi se olía. Por supuesto no tenía tiempo para limpiarlo, y aún cuando lo tuve, lo pasé por alto, no me importó demasiado andar mi carro manchado con mierda de pájaro. Antes de dejar la casa, mi madre dijo algo sobre la factibilidad de lluvia, y sí, llovió, oí el agua con satisfacción golpeando contra las latas, la mierda se iba lavando poco a poco, sin mi ayuda, ocasionándome una estúpida alegría que todavía conservo. Si el precio del jazz es pasar días embarrado de mierda sin avergonzarse por ello, pago eso y más.
No comments:
Post a Comment