No sé si he escuchado el silencio, presiento que sí, pero esa pequeña certeza tiene más cara de recuerdo, de anécdota nacida entre las cobijas calientes que acabo de dejar. El silencio no existe porque siempre hay algo que se mueve, por ejemplo mi refrigeradora produciendo frío, o las patas de muebles de segunda que arrastran los vecinos sobre mi cabeza. Ni siquiera cuando todos duermen, porque en las entrañas de sus colchones un resorte se retuerce produciendo sonidos solo perceptibles con la oreja aplanada contra ese mismo colchón. Ahora me acuerdo de aquel viaje al atlántico con Anna, en fechas navideñas a las que en ese lugar poca importancia se les da. Vi a los negros varias veces jalando sus lanchas desde el mar hasta la playa. Al cuarto día, después de varias mejengas en la arena y escuetas conversaciones en el bar, supe que todos los días a las cinco de la mañana salían los pescadores frente a nuestras cabinas. Me embarqué al día siguiente. Lo que más recuerdo no fue lo que más dolió, como las quemaduras en todo mi cuerpo por tantas horas al sol, ni el ridículo en que me convertí cuando la desesperación por refrescarme y nadar me la frenó uno de los pescadores, advirtiéndome que allí el mar estaba infestado de tiburones; se reían a carcajadas pero sin ruidos ni muecas. El sentimiento de reclusión y cercana tragedia por flotar en alta mar eran insoportables, la fragilidad se apoderaba de nosotros igual que una maldición, solo yo lo noté, el resto de la tripulación seguía al sol y con las espaldas y piernas desnudas, con una sonrisa adormilada que no disminuía mis niveles de terror. El agua estaba inmóvil, planísima, era posible caminar sobre ella. Por más que moví la cabeza nunca logré que los diminutos tornados silbaran adentro de mis oídos, no había viento tampoco. El cielo estaba estático a falta de nubes, era un bloque tan pesado como el que teníamos debajo. No se podía decir que flotábamos, más bien contra la apretada superficie del mar nos habían incrustado, rígidos, atrapados entre dos mundos. Jadeaba no por la sed, sino por sentir tan cerca la muerte; de más está enumerar las calamidades que imaginé y se asomaban entre las siluetas de los negros; cada uno sosteniendo una línea que se hundía en el agua por el peso de plomos y anzuelos; estaban inmóviles y exentos de toda tensión. Mientras yo luchaba por sobrevivir, ellos se deslizaban por un día tan corriente como el anterior y el que iba a suceder mañana aquí mismo. Mi admiración por la naturaleza había echado anclas muchos kilómetros atrás, donde todavía se podía ver la costa. Los que me rodeaban los juzgué sarcásticos por disfrutar calladamente de mi tormento. En el mismo punto donde se había quedado mi admiración flotaba una gaviota, la misma que ahora descansaba inactiva a mis espaldas, después de haberse dejado arrastrar por la corriente. Pregunté cuánto más faltaba para devolvernos con el tono más digno que pude, el encargado del fuera de borda sacó la línea del agua mostrándome lo inútiles que habían sido hasta ahora los anzuelos, después dejó que se hundiera sin ruido. El silencio empezó a taparme los oídos con un sonido de diapasón, sonido necio que sospeché eterno. Ella miró mi espalada encorvaba, que era un intento por hacer sombra sobre mis piernas. No necesitó verme la cara para reconocer mi vencimiento; lo que fuera ha hacer la gaviota iba a tener el mismo efecto antes o después pero esperó. Tal vez llamaban su atención aquellas formas delante suyo que por lo general siempre se mueven, y eso, posiblemente dislocó su rudimentario pensamiento. Seguía mirándome de perfil, abrió el pico para expulsar un miserable chillido que pulverizó las pocas partículas de temple que me quedaban, mi ridículo se amplificó en las carcajadas de los negros al verme mover la cabeza tan violentamente; los miré con una plasta de cobardía que no me podía quitar de la cara. De regreso y cargados con una miserable pesca, la escasa tripulación reía y bromeaba, pero no quise enterarme de los temas para eliminar toda posibilidad de intercambio, la derrota timoneaba mi mirada muy lejos. El viaje me vació, al punto de no poder sostener la vista contra Anna por un rato. Nunca pensé que una anécdota de quince años de edad siguiera emanando su poder de transformación, entonces románticamente podría pensar que sigo en altamar, esperando el rabioso chillido de la gaviota que se esconde a mis espaldas, con la diferencia de que cuando el horror moldee mi cara no habrán carcajadas, sino solo paredes con grandes ventanas y vistas de ladrillo donde ver mi reflejo.
Sunday, December 5, 2010
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2 comments:
Bravo!!!Que imagenes, que atmósfera, que resolución!!!Impecable.
no había viajado tan rico desde la última vez que me fumé un buen puro.. sin querer devaluar tu escrito, más bien admirar el hilo con el que me envolviste, y recreaste en mis pensamientos todo ése sentimiento que nos atrapa a veces, como si el tiempo no transcurriera. Saludos!
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