Tuesday, December 22, 2009

Empanadas


Con cuchillo en mano y amenazas en la boca fui consciente de que caminábamos en la cuerda floja de nuestros límites; los ojos filosos, otro par de cuchillos que ella me quería clavar. Agarré las dos canastas y salí pateando enfurecido, me iba sabiendo que entre más rápido mejor, nunca habíamos estado tan cerca de hacernos daño. En la parada tuve tiempo para calmarme. Llegó el bus, le pagué al chofer y atravesé entre los asientos vacíos hasta el final; ni un alma. Ahora a mis anchas, tranquilo, no sentí remordimiento cuando decidí que entre Andrea y yo lo más sano era separarnos. La gente empezó a desfilar delante de mí, contadas entraron cuatro secretarias frescas y perfumadas. Cedí el asiento a una señora, y me fui colgando el resto del camino. Cuando pasamos por la fuente el bus estaba repleto. Era imposible no incomodar a la gente con mis canastas, intenté acomodarlas debajo de los brazos, pero incomodé aún más; hasta hubo alguien que se enojó y dijo algo; yo seguí callado hasta que se abrieron las puertas en la última parada.

Tomé el segundo bus hasta la repostería de los chilenos, ahí cargué una canasta con bocadillos dulces y en la otra empanadas de pollo y carne. Los demás repartidores y yo, nos aseguramos de que nadie, fuera a interferir en la ruta de los otros. Andrea y yo siempre trabajábamos juntos por eso no faltó quien preguntara por ella.

Para fluir con rapidez y sin accidentes es mejor la calle, aunque las motos, carros y buses sean la más fea con la que tenga que bailar; a eso agregaré el crónico menosprecio hacia los transeúntes por parte de los conductores. Aquí los peatones ceden el paso a los vehículos, jamás viceversa.

Los vendedores ambulantes se van agrupando a lo largo de los caños; algunos ya esperan con el café en una mano y en la otra vacía, yo aparezco breve y les pongo una empanada. Para lograr tal sincronía me someto a tiempos muy preciso.

—Muchacho no tendrá una empanada con menos relleno, esto tiene una exageración de pollo.

—Señora no se preocupe, que las próximas se las traigo bien flacas.

El sol me clava alfileres de fuego y el sudor con su característica pegajosa anula poco a poco mi frescura. Contengo la respiración para atravesar la fétidas humarascas, los ojos irritados se me cierran, cuando llego al otro lado de tan tóxica transición, termino frente a un hombre que martilla un zapato entre las piernas y está rodeado por cientos de pares, el olor a cuero y pegamento es tan intenso en su cubículo que llega hasta la calle.

—Buenos días señor, tengo empanadas calientes de pollo y carne.

—Déme un chancesito, ya lo atiendo.

De su boca extrae una tachuela casi tan afilada como el tacón donde la clava, un golpe certero, un elegante punto final.

—¿Y cuánto vale la empanada?

—Trescientos colones.

—Se ven buenas pero hoy no hay plata.

—Déjese una gratis para que la pruebe.

Todavía las canastas están pesadas. Entro y salgo de las tiendas de ropa, parqueos, bancos, oficinas. A esta altura del camino todavía las ventas no han sido buenas y la hora del café está a punto de terminar. Llego jadeando hasta el Mercado Central, las aceras llenas de frutas podridas, moscas y compradores conforman una alianza contra el orden; las ratas bailan entre los pies del tumulto sin alterar el orden público. Un alcohólico con devastador olor a mierda duerme profundamente haciendo presa en el caño y desperdigado a lo largo del paseo, el batallón de putas viejas sobresale por su autonomía. Que estén gordas y feas no es problema. Estas matronas añejas no las reduce nada, ni las zapatillas que comprimen sus carnudos pies, ni la luz, ni los años. En un segundo piso, sobre la rampa que conduce a los sótanos del mercado hay una ventana abierta, su cortina entra y sale como un signo de paz.

—Ahí vivo yo papacito, vamos y se lo enseño por dentro.

—No gracias, ando trabajando. Vendo empanadas calientes de pollo y carne, tengo dulce también.

—Dichoso que le queda algo por vender, yo aquí lo que hago son favores mal pagados.

Ciego, bajo por la rampa hacia los fondos del mercado, las filas de bombillos amarillentos tienen una luz que parece polvo; tomates, sandias y aguacates brillan tenues proporcionando una guía vegetal que me conduce hasta el tramo de don Joaquín. Descargo las canastas en el suelo, él continúa detrás de la ajada biblia y sus gatos rodean mis empanadas sigilosamente.

—¿Don Joaquín va a llevar hoy?

—¿Qué trae?

—De todo.

—De todo menos a la muchacha.

—Está enferma.

—Caramba, llegaste tarde.

Andrea siempre lo atiende, es su figura la que lo anima a comprar, claro está que las empanadas son un pretexto para examinarla con lascivia, Andrea también lo sabe y los dos sacamos provecho de eso. Joaquín insolente se tapa la cara con el libro y los gatos desaparecen.

Una fila de cuchillos desnudos trepa por un costado de la rampa arrojando chispas de sol, que afuera arde descomunal. Más allá de los ríos de gente que fluyen en la acera, un hombre fibroso arranca el tallo de una pipa con certero golpe de machete. El olor a sangre tuerce mi atención hasta las manos del carnicero que amorosamente filetea un brillante pedazo de carne y en la diminuta hoja de un cuchillo, alguien me ofrece una exquisita tajada de aguacate. Hay cuchillos por todas partes, los mismos que Andrea y yo empuñamos hace un rato, los que usamos para cortar lazos y cercenar confianzas, las inevitables cuchilladas del amor que entran y salen desangrando sentimientos.

Detrás del monóculo su calva inmóvil está poseída por la precisión. Desde mis canastas escapa el calor empañando la vitrina que exhibe una colección de relojes reconstruidos por un solo hombre: Carballo; un claxon odioso interrumpe su labor.

—No se puede trabajar con tanto escándalo, yo de presidente prohibiría tanta pitadera, ni modo, a quedarnos sordos. Dejáme una pollo y un arrollado.

—Como no. ¿Y que tal de trabajo Carballo?

—Apenas saliendo, yo ya me siento como reliquia, decíme, ¿quién le da cuerda a un reloj en estos tiempos? ya todos son de cuarzo, más exactos y más baratos, auque sean desechables. Solo Dios sabe cuántos años invertí arreglando Rolex, mi clientela era la pura crema, me respetaban y pagaban bien. ¿Cómo hacés vos para andar sin reloj?

—Crecí oyendo a mi tata decir que los anillos, cadenas y relojes le estorbaban, cuestión de herencia supongo.

Al frente de las terminales del bus, solitario contra un largo paredón, un viejo roído y grasiento le habla animadamente a su perro. Cuando me acerco el perro me gruñe refugiado entre sus piernas, saco una empanada y se la ofrezco.

—¿Y esto?

—Pues para usted.

—Yo no tengo hambre pero mi perro sí.

—Ah…

El viejo mantiene su mirada fuerte contra la mía.

—Tome señor, usted haga lo que quiera con ella.

—Ves Canelo, si piensas lo que quieres pasa, yo desde chiquillo quería ser calle y aquí estoy cumpliendo mi sueño, comé, comé amigo, tenemos que apurarnos, recordá que nos invitó la ministra a jugar ping pong y a comer tamales. Esa señora si que es buena, siempre está enferma la pobre, pero aunque sea en la cama comemos todos, a ver si tenemos suerte y hasta podamos ver al presidente, necesito pedirle más asfalto, mirá como me tiene lleno de huecos, guardále un pedazo de empanada, tal vez con eso lo podamos suavizar, ya sabes como son los políticos, siempre quieren algo a cambio, no te incluyo a vos por supuesto, vos sos un político honesto, un perro recto, yo hablo de los otros políticos, como este que te acaba de regalar la empanada, mirálo, todavía sigue ahí parado, mejor nos vamos Canelo.

El viejo y el perro se pierden subiendo Cuesta de Moras. La venta definitivamente no ha estado buena y encima de eso compré mas repostería de la cuenta. Después de una caminata mediana llego a la embajada de Chile. El guardia menos amable de lo común me deja recorrer los pasillos; la alegría entre las secretarias hoy es especialmente particular, casi siempre es todo lo contrario, el guardia rebosa de amabilidad y el resto del personal trabaja con amargura. Mi primera compradora se deja dos piezas, lo cual desata un efecto dominó que aliviana significativamente el peso de mis canastas. Un airecillo de triunfo me contagia, hasta que apoyo mi mano en la espalda del guardia, este se vuelve alterado y con los ojos vidriosos.

—¿Qué me le pasa don Jenaro?

—Nada muchacho, va a disculpar el cuadro, cansado eso es todo, cansado de estar pidiendo un cochino aumento, hoy otra vez recibí una carta diciendo que estaba en trámite pero que no podían dar fechas, pero para estar pidiendo favores, eso si no se les olvida, Jenaro que el baño, Jenaro que las bolsas de basura, Jenaro que láveme el carro, no me joda, yo estoy aquí para cuidar nada más. Por eso tenés que estudiar, para que nadie te ponga el pie encima.

—No crea don Jenaro, ahí andan abogados, arquitectos, publicistas, de todo, pidiendo trabajo en cualquier cosa, demasiada oferta y poca demanda; además con tanta universidad privada cualquiera en menos de dos años se hace licenciado. No se me derrumbe don Jenaro.

Con sus toscas manos se saca el collar del que guinda una diminuta estampa de la virgen, lo besa y me lo entregue.

—Don Jenaro, pero yo no soy católico.

—No importa, crea o no lo va a proteger, la Virgencita te perdona y te puede entender, yo ya no necesito de su misericordia.

—¿Y por qué?

—Me dio todo lo que podía, además nunca he sido tan bueno con ella.

—Está bien, pero con una condición.

—¿A ver?

—Que escoja lo que quiera de mis canastas.

—Esta bien.

Don Jenaro toma lo de siempre, costilla de guayaba. Abre la gaveta de su desvencijado escritorio y la acomoda al lado de un revólver recortado. Cuando nos despedimos lo noto más calmado, y con un gesto de gratitud beso la estampa de la virgen, me sonríe de vuelta esforzándose. Al doblar la esquina suelto las canastas para arrancarme el collar pero no puedo, simplemente no puedo.

Una ventisca húmeda corre por las aceras arremolinando basura, la gente apura el paso y una que otra sombrilla retoña bajo los chubascos. Frente a una tienda de electrodomésticos hay gente apiñada. Es imposible ver los televisores por encima del tumulto.

—¿Qué es lo que pasa?

—Hubo una balacera en la embajada de Chile, parece que el guarda se volvió loco, mató a varias personas y después se suicidó.

La estampa de la virgen me quema el pecho; en el cielo estalla un trueno, alguien grita:

—¡Empanadas!— no hago caso. —¡Empanadas!— vuelven a gritar. En este momento no podría vender ni aunque me mataran. —¡Empanadas!— reconozco la vos. Andrea me toma la cabeza y me da un beso. La miro, y con un golpe de vista me entrega toda la juventud de su sonrisa.

—Lo de los cuchillos no vuelve a pasar, lo juro, perdóname, por favor perdóname— repite Andrea.

Yo quiero ser libre otra vez en su abrazo y me arrepiento de haberla sacado momentáneamente de mi vida. Quiero decirle que la amo pero no puedo, porque la pistola de don Jenaro sigue disparándose, y se repite y se repite en mi mente, y Andrea no entiende, ¿cómo va a entender si no puedo ni hablar?

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