Tuesday, December 22, 2009

Empanadas


Con cuchillo en mano y amenazas en la boca fui consciente de que caminábamos en la cuerda floja de nuestros límites; los ojos filosos, otro par de cuchillos que ella me quería clavar. Agarré las dos canastas y salí pateando enfurecido, me iba sabiendo que entre más rápido mejor, nunca habíamos estado tan cerca de hacernos daño. En la parada tuve tiempo para calmarme. Llegó el bus, le pagué al chofer y atravesé entre los asientos vacíos hasta el final; ni un alma. Ahora a mis anchas, tranquilo, no sentí remordimiento cuando decidí que entre Andrea y yo lo más sano era separarnos. La gente empezó a desfilar delante de mí, contadas entraron cuatro secretarias frescas y perfumadas. Cedí el asiento a una señora, y me fui colgando el resto del camino. Cuando pasamos por la fuente el bus estaba repleto. Era imposible no incomodar a la gente con mis canastas, intenté acomodarlas debajo de los brazos, pero incomodé aún más; hasta hubo alguien que se enojó y dijo algo; yo seguí callado hasta que se abrieron las puertas en la última parada.

Tomé el segundo bus hasta la repostería de los chilenos, ahí cargué una canasta con bocadillos dulces y en la otra empanadas de pollo y carne. Los demás repartidores y yo, nos aseguramos de que nadie, fuera a interferir en la ruta de los otros. Andrea y yo siempre trabajábamos juntos por eso no faltó quien preguntara por ella.

Para fluir con rapidez y sin accidentes es mejor la calle, aunque las motos, carros y buses sean la más fea con la que tenga que bailar; a eso agregaré el crónico menosprecio hacia los transeúntes por parte de los conductores. Aquí los peatones ceden el paso a los vehículos, jamás viceversa.

Los vendedores ambulantes se van agrupando a lo largo de los caños; algunos ya esperan con el café en una mano y en la otra vacía, yo aparezco breve y les pongo una empanada. Para lograr tal sincronía me someto a tiempos muy preciso.

—Muchacho no tendrá una empanada con menos relleno, esto tiene una exageración de pollo.

—Señora no se preocupe, que las próximas se las traigo bien flacas.

El sol me clava alfileres de fuego y el sudor con su característica pegajosa anula poco a poco mi frescura. Contengo la respiración para atravesar la fétidas humarascas, los ojos irritados se me cierran, cuando llego al otro lado de tan tóxica transición, termino frente a un hombre que martilla un zapato entre las piernas y está rodeado por cientos de pares, el olor a cuero y pegamento es tan intenso en su cubículo que llega hasta la calle.

—Buenos días señor, tengo empanadas calientes de pollo y carne.

—Déme un chancesito, ya lo atiendo.

De su boca extrae una tachuela casi tan afilada como el tacón donde la clava, un golpe certero, un elegante punto final.

—¿Y cuánto vale la empanada?

—Trescientos colones.

—Se ven buenas pero hoy no hay plata.

—Déjese una gratis para que la pruebe.

Todavía las canastas están pesadas. Entro y salgo de las tiendas de ropa, parqueos, bancos, oficinas. A esta altura del camino todavía las ventas no han sido buenas y la hora del café está a punto de terminar. Llego jadeando hasta el Mercado Central, las aceras llenas de frutas podridas, moscas y compradores conforman una alianza contra el orden; las ratas bailan entre los pies del tumulto sin alterar el orden público. Un alcohólico con devastador olor a mierda duerme profundamente haciendo presa en el caño y desperdigado a lo largo del paseo, el batallón de putas viejas sobresale por su autonomía. Que estén gordas y feas no es problema. Estas matronas añejas no las reduce nada, ni las zapatillas que comprimen sus carnudos pies, ni la luz, ni los años. En un segundo piso, sobre la rampa que conduce a los sótanos del mercado hay una ventana abierta, su cortina entra y sale como un signo de paz.

—Ahí vivo yo papacito, vamos y se lo enseño por dentro.

—No gracias, ando trabajando. Vendo empanadas calientes de pollo y carne, tengo dulce también.

—Dichoso que le queda algo por vender, yo aquí lo que hago son favores mal pagados.

Ciego, bajo por la rampa hacia los fondos del mercado, las filas de bombillos amarillentos tienen una luz que parece polvo; tomates, sandias y aguacates brillan tenues proporcionando una guía vegetal que me conduce hasta el tramo de don Joaquín. Descargo las canastas en el suelo, él continúa detrás de la ajada biblia y sus gatos rodean mis empanadas sigilosamente.

—¿Don Joaquín va a llevar hoy?

—¿Qué trae?

—De todo.

—De todo menos a la muchacha.

—Está enferma.

—Caramba, llegaste tarde.

Andrea siempre lo atiende, es su figura la que lo anima a comprar, claro está que las empanadas son un pretexto para examinarla con lascivia, Andrea también lo sabe y los dos sacamos provecho de eso. Joaquín insolente se tapa la cara con el libro y los gatos desaparecen.

Una fila de cuchillos desnudos trepa por un costado de la rampa arrojando chispas de sol, que afuera arde descomunal. Más allá de los ríos de gente que fluyen en la acera, un hombre fibroso arranca el tallo de una pipa con certero golpe de machete. El olor a sangre tuerce mi atención hasta las manos del carnicero que amorosamente filetea un brillante pedazo de carne y en la diminuta hoja de un cuchillo, alguien me ofrece una exquisita tajada de aguacate. Hay cuchillos por todas partes, los mismos que Andrea y yo empuñamos hace un rato, los que usamos para cortar lazos y cercenar confianzas, las inevitables cuchilladas del amor que entran y salen desangrando sentimientos.

Detrás del monóculo su calva inmóvil está poseída por la precisión. Desde mis canastas escapa el calor empañando la vitrina que exhibe una colección de relojes reconstruidos por un solo hombre: Carballo; un claxon odioso interrumpe su labor.

—No se puede trabajar con tanto escándalo, yo de presidente prohibiría tanta pitadera, ni modo, a quedarnos sordos. Dejáme una pollo y un arrollado.

—Como no. ¿Y que tal de trabajo Carballo?

—Apenas saliendo, yo ya me siento como reliquia, decíme, ¿quién le da cuerda a un reloj en estos tiempos? ya todos son de cuarzo, más exactos y más baratos, auque sean desechables. Solo Dios sabe cuántos años invertí arreglando Rolex, mi clientela era la pura crema, me respetaban y pagaban bien. ¿Cómo hacés vos para andar sin reloj?

—Crecí oyendo a mi tata decir que los anillos, cadenas y relojes le estorbaban, cuestión de herencia supongo.

Al frente de las terminales del bus, solitario contra un largo paredón, un viejo roído y grasiento le habla animadamente a su perro. Cuando me acerco el perro me gruñe refugiado entre sus piernas, saco una empanada y se la ofrezco.

—¿Y esto?

—Pues para usted.

—Yo no tengo hambre pero mi perro sí.

—Ah…

El viejo mantiene su mirada fuerte contra la mía.

—Tome señor, usted haga lo que quiera con ella.

—Ves Canelo, si piensas lo que quieres pasa, yo desde chiquillo quería ser calle y aquí estoy cumpliendo mi sueño, comé, comé amigo, tenemos que apurarnos, recordá que nos invitó la ministra a jugar ping pong y a comer tamales. Esa señora si que es buena, siempre está enferma la pobre, pero aunque sea en la cama comemos todos, a ver si tenemos suerte y hasta podamos ver al presidente, necesito pedirle más asfalto, mirá como me tiene lleno de huecos, guardále un pedazo de empanada, tal vez con eso lo podamos suavizar, ya sabes como son los políticos, siempre quieren algo a cambio, no te incluyo a vos por supuesto, vos sos un político honesto, un perro recto, yo hablo de los otros políticos, como este que te acaba de regalar la empanada, mirálo, todavía sigue ahí parado, mejor nos vamos Canelo.

El viejo y el perro se pierden subiendo Cuesta de Moras. La venta definitivamente no ha estado buena y encima de eso compré mas repostería de la cuenta. Después de una caminata mediana llego a la embajada de Chile. El guardia menos amable de lo común me deja recorrer los pasillos; la alegría entre las secretarias hoy es especialmente particular, casi siempre es todo lo contrario, el guardia rebosa de amabilidad y el resto del personal trabaja con amargura. Mi primera compradora se deja dos piezas, lo cual desata un efecto dominó que aliviana significativamente el peso de mis canastas. Un airecillo de triunfo me contagia, hasta que apoyo mi mano en la espalda del guardia, este se vuelve alterado y con los ojos vidriosos.

—¿Qué me le pasa don Jenaro?

—Nada muchacho, va a disculpar el cuadro, cansado eso es todo, cansado de estar pidiendo un cochino aumento, hoy otra vez recibí una carta diciendo que estaba en trámite pero que no podían dar fechas, pero para estar pidiendo favores, eso si no se les olvida, Jenaro que el baño, Jenaro que las bolsas de basura, Jenaro que láveme el carro, no me joda, yo estoy aquí para cuidar nada más. Por eso tenés que estudiar, para que nadie te ponga el pie encima.

—No crea don Jenaro, ahí andan abogados, arquitectos, publicistas, de todo, pidiendo trabajo en cualquier cosa, demasiada oferta y poca demanda; además con tanta universidad privada cualquiera en menos de dos años se hace licenciado. No se me derrumbe don Jenaro.

Con sus toscas manos se saca el collar del que guinda una diminuta estampa de la virgen, lo besa y me lo entregue.

—Don Jenaro, pero yo no soy católico.

—No importa, crea o no lo va a proteger, la Virgencita te perdona y te puede entender, yo ya no necesito de su misericordia.

—¿Y por qué?

—Me dio todo lo que podía, además nunca he sido tan bueno con ella.

—Está bien, pero con una condición.

—¿A ver?

—Que escoja lo que quiera de mis canastas.

—Esta bien.

Don Jenaro toma lo de siempre, costilla de guayaba. Abre la gaveta de su desvencijado escritorio y la acomoda al lado de un revólver recortado. Cuando nos despedimos lo noto más calmado, y con un gesto de gratitud beso la estampa de la virgen, me sonríe de vuelta esforzándose. Al doblar la esquina suelto las canastas para arrancarme el collar pero no puedo, simplemente no puedo.

Una ventisca húmeda corre por las aceras arremolinando basura, la gente apura el paso y una que otra sombrilla retoña bajo los chubascos. Frente a una tienda de electrodomésticos hay gente apiñada. Es imposible ver los televisores por encima del tumulto.

—¿Qué es lo que pasa?

—Hubo una balacera en la embajada de Chile, parece que el guarda se volvió loco, mató a varias personas y después se suicidó.

La estampa de la virgen me quema el pecho; en el cielo estalla un trueno, alguien grita:

—¡Empanadas!— no hago caso. —¡Empanadas!— vuelven a gritar. En este momento no podría vender ni aunque me mataran. —¡Empanadas!— reconozco la vos. Andrea me toma la cabeza y me da un beso. La miro, y con un golpe de vista me entrega toda la juventud de su sonrisa.

—Lo de los cuchillos no vuelve a pasar, lo juro, perdóname, por favor perdóname— repite Andrea.

Yo quiero ser libre otra vez en su abrazo y me arrepiento de haberla sacado momentáneamente de mi vida. Quiero decirle que la amo pero no puedo, porque la pistola de don Jenaro sigue disparándose, y se repite y se repite en mi mente, y Andrea no entiende, ¿cómo va a entender si no puedo ni hablar?

Tuesday, July 7, 2009

S.P.

To be sure I look good, I take a quick glance at myself from the soles of my shoes all the way up to the buttons of my suit. Curiously, I am not nervous though I am aware of the importance of this meeting. After passing through the safety device I walk with more ease through the extensive corridors, where symmetry is the rule. She walks before me, a tremendous blonde, who every now and then looks at me. I smile at her and then concentrate on the grace of her high and sharp heels, which at every step deliciously tremble, producing an echo that fills the cold and high galleries. After walking for 22 minutes, we stop in front of a door that has embedded in it a fluorescent sign that reveals the word “Snacks”. The Blonde enters a combination code on the keyboard under the lock at which the door opens; she kindly yields me the way. Once behind me, the violent bang of the door forces me react like a frightened animal to turn and face her. An evident laughter invades her at which she, trying not to be so obvious, veils her lips with her right hand while offering me with the other a fistful of coins. If this blonde were not as beautiful, I would have flung the dammed coins back at her. But instead, I smile with a docile and disjointed gesture caused by the scare that still agitates my pulse. The place we find ourselves in now has all the opposite characteristics of the place just behind the loud door. In this room the only extant light is the one emanating from the vending machines placed in files on each side of the narrow hallway.

—Are you hungry?— the blonde asks me.

—Un poco— I answer.

—Tamales are the best… would you like to try it?

—Si.

—Put a couple quarters in this machine.

Immediately after I slide two coins through the slot, from the bottom of the machine there appears a woman with an apron sitting behind an enormous pot. In it a greenish liquid boils, fogging the glass of the showcase. With rapid dexterity she pulls out a tamale from the pot, unwraps and disposes of its leaves and serves it on a plate. A strap hauls the tamale up to a side door in which I place my hand. The lady draws a pair of circles on the glass, and in that very instant I recognize in her face that of my mother’s.

—If you want some fresh coffee better hurry up, we do not have enough time left. Do you need more quarters? —asks the blonde.

—No gracias. Disculpe, tengo algo que decirle.

—What?

—La señora en esa máquina es mi mamá.

—She’s making good money, so don’t worry. We need to run now; it is almost time for your appointment.

The blonde, who now carefully sips on her coffee, leads the way, while I, with the smoldering tamale on my plate, follow her. The different scents that pour out through the machines rebuild a past of which I am no longer sure of belonging. Before reaching the door at the other end of the hall, I am able to try the tamale. The tamale spreads in my mouth a repugnant taste that impels me to spit. The blonde ahead of me is not aware of my disgust, of which I silently take advantage of by abandoning the food on the floor. She opens the door and I show her my empty plate to which she smiles and signals the trash can. Instead, I fold my plate in three parts and place it in my pocket. On the other hand, the blonde crumples her paper cup, out of which small drops of coffee trickle, and with precision throws the cup over my head right into the trash can. We enter the new room in which a gigantic gray flag waves vigorously, as if it had a life of its own, for there are no windows here through which the wind could crawl. From the ceiling there hangs an infinite amount of bright lamps, which due to my curiosity, fail to drive my sight away, on the lamp’s ramifications there is something that resembles a swarm of ants that frantically come and go. The blonde is now wearing shades, which makes her even sexier. She takes me by the arm and begins to walk. The height of this ceiling is of incalculable dimensions and what seemed to be ants was nothing more than the bustle of busy men in charge of some sort of work or project. I lower my sight in order to rest my eyes from the beaming light that dramatically invades the place. With my eyes closed, I am lead by the blonde.

—¿Me podría dar unos anteojos? —I ask the blonde

—Only for employees, sorry.

Once my pupils became accustomed to the light I managed to uncover the mystery. Those men up in such heights work to replace the bulbs of the enormous lamps, which burn out every minute. I calculate about fifty men to every lamp, who like monkeys jump from one side to the other, and who from this distance give the impression of a flea circus. We continue on our walk when with a single blow my head is covered with a hood, leaving me completely blind.

—Don’t worry, its just part of the requirements—says the blonde as she carefully sits me on a chair.

Around me, I hear the movement of seats, tables, glass, and even someone probing a microphone. People come and go; they speak among themselves, whisper. They pull off the hood. Before me and in a file, seven men with shades and dressed in black, pale skin and identical features, salute me simultaneously.

—Hello Mr. Chavez, what a pleasure to have you this evening—the salute as well as their movements are a perfectly synchronized choir, each gesture repeats itself in the seven men as if reflections of the same image.

—Hola señor presidente, gracias por su tiempo—I answer.

—Let’s go straight to the point. Would you like to become a “S.P.” —says one of the seven men, while the other six limit their participation to a simple smile.

—Un S.P., ¿que es eso?

—A serious person, it’s that correct?

—Correcto.

—Well, how many cylinders does your car have?

—Cuatro.

—Not too many, young man. Do you have A.C. on your car?

—¿Perdón?

—Air conditioner?

—Ah, no tampoco.

—The last question and maybe the most important one, do you have credit?

—No señor.

—Mr. Chávez, I am afraid that you are not eligible.

—Pero, cuál es el problema?

—In order to become an S.P. you at least need to have credit, it is an offence to live in this country without it.

All of a sudden, in unison and with menacing gestures the seven men rise from their seats extracting from their suit-pockets different objects, tomatoes, oranges, mangos, and bananas. I am afraid, I stand up. The fruits all crash against me, and once on the floor, I notice how the fruits bounce as if made of rubber. I run through galleries and rooms. There is a tumult of people that seem to increase with every step I take. The rubber fruit continue raining on me while all the while it seemed ridiculous the manner in which my enemies insist on battering me without being able to cause me any pain; I am more anguished by their rabid faces and their hateful shrieks than the bouncing rubber fruit. I finally manage to run out of the building and continue running without a stop. Around the corner I am once again in my own neighborhood; I recognize the dead end streets and the houses protected by barbed wire. A red gate made out of cans, strangely devoid of its sharp protection, appears to my left; desperately I climb it without any difficulty. When I fall over the other side I try to recover my breath as I sit on the pavement. To my right I see the façade of a house that extends itself towards the back, and an open door that stands between two rocking chairs. I run in through the open door without even thinking about it. In the living room there are two women with long braids, bordered blouses, and skirts of satin; they speak with three men dressed in white and long-winged hats, all of them sun-burnt. I seek refuge under a table and begin to cry inconsolably. The older of the two women comes close to me and offers a glass of milk.

—With this you will feel a lot better; you can stay until all is safe.

—And what if they take us all in because of him?—says a fourth man that enters the house, his strong features contrasts with the compassionate gestures of the others.

—He is a fugitive and we do not know why they are after him. I am right when I tell you that one has to be content with the cards you are dealt, that when they give away what was loaned to you, it is and always will be loaned, that favors are never repaid and are simply used to enslave.

I have received several letters from my family charged with hope, they work hard to add a few cylinders and an a/c to my car; but concerning my credit, I do not know, they say nothing. I have forgotten how long it has been since I learned how to live under this table and quench my thirst with the milk of this woman.

Traducción a cargo de Oscar.

Thursday, June 18, 2009

Agua


 

Un astronauta llora porque extraña a su pequeña hija, las lágrimas flotan como satélites alrededor de su cabeza; debajo de él, giran los continentes con enorme rapidez y camina sobre el mundo insatisfecho. En la tierra, un director lidera con el piano la orquesta, cierra sus ojos dejando que Bach lo consuma, y en los laberintos centenarios de su música no encuentra salida; las butacas repletas presencian como su mano despeina las partituras, todos los músicos se detienen; el director sabe que es el final de su carrera y llora. Más al norte, en Washington, Carmen, abandonada por su esposo y por todo, estruja a sus tres hijos contra ella, brindándoles como aislador del frío la propia carne que le arde por el hielo de la acera, y llora. Allá en el trópico, una niña descubre su naranja en el suelo cubierta de hormigas, y por primera vez en su vida llora en silencio.

—¿Y?

—Pues ya…eso es todo.

—Le falta, tenés mucho y nada, además, ¿por qué cuatro historias?

—¿Todos lloran cierto?

—Si.

—El dolor se convierte en agua.

—Querés meter todo en una bolsa.

Mariza tenía mucha cosa en la cabeza, algo que no le impidió ser sincera conmigo; continuó dando los últimos toques de pintura al cuarto que Ramses, nuestro amigo pianista, iba a ocupar. Mariza en acuerdo con Carlos, su esposo, habían decidido alquilárselo. Una hora más tarde en el mismo cuarto, los tres sonreíamos frente al sintetizador, la tabla de salvación que mantenía a Ramses flotando en un océano lleno de fantasmas, los mismos que contestaban cada vez que le preguntaba ¿como estás?

—Sobreviviendo, viejo sobreviviendo— decía.

Él carga con un saco repleto de música, y qué música; algo que yo nunca había oído. Su manera de tocar es carne viva; un jazzmen que quiere imponer lo suyo. Ramses se dedicó a desperdigar talento por todos los clubes de Dallas, adonde la regla general es de cinco, máximo, diez oyentes. Tristísimo para cualquier músico y abominable para un genio; por eso supo que no tenía sentido seguir desbaratándose la paciencia en lugares donde le exigían bajar el volumen apenas había comenzado, y muchas veces, hasta le insinuaban, que agradeciera el tener lugar adonde tocar. La verdad, aquí no es fácil para el jazz; una noche de karaoke, un partido de fútbol americano, o simplemente una turba de borrachos encaja mejor. Hacía poco Ramses se propuso ganarle al tiempo, y consideró que lo único eficaz era dedicarse a practicar; para eso le bastan sus audífonos conectados al teclado, un banco y las cuatro paredes que Mariza le alquiló. Cerca de su ventana oigo el golpeteo de teclas mudas y me cuesta imaginar que aquello sea música; el jazmín que Carlos plantó bajo la misma ventana se huele fuerte; quiero anotar en mi libreta pero no sale nada, enseguida despego la camiseta del pecho jalándomela con tres dedos; por fin el verano esta aquí.

Miro la piscina, meto los pies, rodillas, cintura, y me dejo tragar completo por ella. Suelto burbujas sentado en el fondo. Arriba de mi, una pantalla plateada desdibuja los árboles, la ingravidez me calma y el tiempo se detiene; los sonidos de afuera me llegan descodificados, me doy cuenta la falta que me hacía esto, esperar el otoño y el invierno es demasiado, ay…que fuera verano siempre, como allá en las blancas playas que abandoné hace años, adonde mi fanatismo por el agua crecía incontrolable. Bucear me llena de vida, también de muerte, muerte que avanza por mis pulmones, forzando a la bocanada resucitadora, resisto, el corazón lo siento hinchado, reclamando oxígeno, pero sigo negándome, alargando mis limites, con los ojos abiertos aunque me duelan, estoy aquí y en ninguna otra parte, a eso me obliga el agua, a pertenecer exclusivamente a ella, entonces se suspende mi existencia, me vuelvo un espectro, talvez muero por unos segundos, ya no aguanto… salgo y vuelve la vida.

Las altas temperaturas en pocas semanas rompieron récords y cobraron vidas a lo largo de varios estados incluyendo este; se mueren los indigentes, se mueren los bebes encerrados en los carros, se muere el césped de los jardines por culpa de racionamientos en el agua; difícil creer que este calor que combato con la sombra y una cerveza sea mortal.

En la piscina Ruth, hija de Carlos y Mariza, va y viene estilo mariposa; hace seis meses le propuse que fuéramos pareja y nada, prefirió en cambio los encantos de Ramses. Al principio noté que los dos evitaban ser cariñosos frente a mi, lo agradecí, pero en semanas todo quedó olvidado y yo con la cosa más que asumida. Me zambullo, hacemos muecas bajo el agua, competimos, nos dosificamos con más cerveza. Ahora recuerdo porqué Ruth me gusta tanto, cuando estoy con ella me da seguridad, me simplifica y me aterriza, ella no edifica fortalezas desde su innegable belleza, que pudiendo ser este su defecto, yo perdonaría como lo he hecho con otras mujeres, belleza y cerebro, eso es Ruth. Descanso mis brazos en una esquina de la piscina, Ruth sale y se pierde en la casa. Como no te puedo acariciar con mis manos, lo hago con los ojos y mis recuerdos, esa zona adonde nunca te me niegas. Al rato aparece sonriente con una cámara desechable que dice waterproof, la deposita en mi mano, tira una silla al agua y después se lanza tras ella. Dos metros abajo Ruth intenta sentarse en la silla, me sumerjo y le tomo algunas fotos. Repetimos la maniobra varias veces hasta darle fin al rollo.

Lunes 27 segundos, miércoles 44 y sábado 56; voy mejorado mis tiempos bajo el agua, la clave de mi éxito: mantenerme nadando sin parar. Arranco siempre por la parte menos profunda, avanzo rastrero, levantando un polvillo vegetal del fondo que se arremolina con el movimiento de mis manos, las burbujas suben y estallan arriba. Ahora comienza el declive hacia lo más profundo, de vez en cuando raspo el piso con mi estómago. Nado siguiendo el perímetro y acumulando presión en mis oídos. Que será quedarse en esto para siempre, atrapado, como las carpas exhibidas en la entrada del restaurante chino, al que iba con mis amigos del colegio; mi adolescencia, que lejos. En el fondo está la silla, la rodeo, la veo, esperando encontrar algo, por ejemplo una historia, una sola que pueda reemplazar las otras cuatro, la siento pero se esconde, se disfraza de agua, huye sin que yo lo sepa, y me quedo solo, rodeándola. 

Mariza es la que pasa más tiempo en la piscina cuando no esta pintado. Sigue con la cabeza llena de cosas, mas ahora que lucha con los finales en la escuela de bellas artes. Su meta consiste en pintar jazz, y para lograrlo gasta horas hablando con Ramses.

—Estoy tratando de pasar el ancho, largo y altura que tiene la música a la tela, la idea no es mía, anteriormente otros lo han hecho. Es pura matemática como dice Ramses; decíme, ¿podés entender eso?

—¿Qué?

—Que la música sea pura matemática.

—No es que no lo entienda, es más bien que no me gusta pensar la música en esos términos, con la matemática nunca me he llevado bien, y con la música me pasa todo lo contrario, puro amor, pero todo ese amor cabe dentro un pentagrama. Además no creo que te esté aclarando nada, ¿cuantos libros de teoría de la música te has tragado?

—Ya perdí la cuenta. Cuando la cosa se me complica es cuando pienso en un Paco de Lucía, que hasta cuando estuvo viejo aprendió a solfear.

—Hay unos que vienen con extras de fábrica.

—¿Resolviste lo de tus historias?

—No sé.

Carlos cortó el jazmín porque ya no olía; Ramses voló a Turquía para formar parte del proyecto de Misirli Ahmet, Mariza se graduó con honores, y las fotos que le tomé a Ruth están guardadas en su gaveta; yo y mis cuatro historias, no sé.


Saco una hoja seca que flota en la piscina y el frío…entumece mis dedos. 

 

Este cuento es resultado del Taller Literario impartido por Hernán Isnardi, director de la revista literaria "La máquina del tiempo".

 

 

 

Friday, April 17, 2009

El reflejo

Eran las cuatro menos siete, llovía afuera, y adentro hacia frío. Con las manos en los bolsillos salí de mi cuarto a desentumecerme; la sala estaba aún más fresca y no menos sombría. Abrí las persianas pero la luz entró desteñida, sin ese efecto que suele tener en la oscuridad. Aunque dos días atrás lo hubiesen cortado, seguía viendo el árbol por la ventana, como un recién apuntado sigue sintiendo su pérdida. El aserrín salpicado por el patio me recordó la sangre en la escena del crimen, pero me alegré al mismo tiempo, no fuera que con el próximo tornado las enormes ramas destrozaran la casa, de eso nos salvamos hace poco; pero por más malo que sea un árbol siempre duele verlo morir. 

A mi alrededor flotaba una familiaridad que me había costado cinco años conquistar, y no lo niego, me sentí feliz, propio, para nada ajeno. Contra el techo se estrujaban dos globos, los únicos vestigios de una fiesta reciente. A través de la puerta oí la presentación del programa favorito de papá, a quien últimamente le podía oler la muerte; no era pesimismo, era ley, aunque a los ochenta y cinco seguía lúcido y conservando su habilidad bilingüe; pero me alegré de nuevo, al recordar las conversaciones de mi madre, en donde expresaba el alivio de tenerme cerca para acudir en cualquier emergencia, más ahora que el viejo no podía caminar; me sentí útil, querido,  y con una importante misión. Respiré hondo y tranquilo, como una consecuencia de mi bienestar, el olor de la casa se reconoció en los espejos de mi olfato; que bueno era estar aquí.  El sofá rojo que compré años atrás para mi apartamento de soltero, dividía la sala en dos; sentado allí hice cosas que jamás me atrevería a repetir aquí; no se confunda, no maté a nadie, hablo de ciertas libertades que uno se toma exclusivamente entre amigos. Esta era mi casa, no solamente en presente, también en futuro, porque mamá ya me ha dicho que soy yo su heredero. Posiblemente permanecería aquí por muchos años; un augurio que cualquiera podría adivinar; de manera natural me convertí, a falta de hijos, esposa y compromisos, en el único candidato disponible para cuidar a los viejos y lo que quedara después de muertos.

En la chimenea crepitaban los troncos, un murmullo tibio al que me acerqué frotándome las manos; sobre su cornisa, las fotos apiñadas de mi familia daban la impresión de abrigarse con el mismo calor. Desde allí miré la sala, a mi izquierda el piano y la puerta, y a mi derecha, el escaparate repleto de cristalería nueva. Arriba de toda mi ascendencia, se ubicaba un enorme espejo que mamá mantenía rutilante, y al que me asomé curiosamente por primera vez en años, ignorado simplemente por una cuestión de locación. El reflejo, como era de esperar, lo invirtió todo, ahora a mi izquierda el escaparate, y a la derecha la puerta y el piano, cambio que despojó la familiaridad que me había hecho sentir tan dueño de aquel espacio. Me mantuve unos segundos frente a mí con la intención de restituir mi paraíso perdido sin lograrlo. Giré desesperado para tratar de hallar la distribución inmobiliaria de siempre, pero ahora frente a la sala, no encontré más que la inversión idéntica que había en el espejo. 

Este cuento es resultado del Taller Literario impartido por Hernán Isnardi, director de la revista literaria "La máquina del tiempo".

Wednesday, April 8, 2009

Un árbol soñó


Un árbol soñó que encontraba a su gemelo. No hablaron, solo se miraron largo y tendido, igual que cuando uno se queda plantado frente al espejo y en silencio. Despertó agitado, con la imagen del hermano todavía impresa en su memoria; por dicha el sol lo sacó gentilmente de sus tinieblas, además, la pareja de cardenales rojos le hizo visita para comunicarle el mensaje primaveral, y como todo agradecido anfitrión, no tuvo otra que maquillar su angustia con una fraternal bienvenida. La mañana pasó fugaz entre ventiscas atestadas de polen que avivaron su fertilidad, pero aún así, le fue imposible librarse de su atormentada certeza que lo forzaba a creer que su gemelo existía y estaba cerca, muy cerca. Pasó mucho tiempo en este trance, consumido en una vigilia que los pájaros y demás árboles le resintieron. Se olvidó de la hospitalidad para con sus visitantes y los retoños, que eran regla de la estación, en sus ramas nunca florecieron. De manera frecuente, el gemelo se le aparecía, y con cada encuentro más lo echaba de menos. Todos a su alrededor rumoraban lo mismo: que se había vuelto loco, esquizofrénico, antisocial; y poco a poco una condena inevitable cayó sobre él.

Fue el cuervo quien se ofreció, con más goce que remordimiento, a ser el mensajero de la triste noticia. Después de repetir a todos lo que iba ha decirle al árbol, partió volando seguro.

—Eres el primero que me visita en meses— dijo el árbol.

—Razones habrán de sobra ¿no crees?— contestó el cuervo.

—¿A qué vienes?

—A decirte que pronto morirás.

—Si no me aceptan aquí por culpa de mis sueños, de que vale la vida.

—La vida vale cuando se vive, no cuando se sueña.

—¿Y si se sueña sintiendo que se vive?

—Eso no lo sé, y sospecho que ninguno de los otros será capaz de contestarte.

—Me pregunto entonces para qué molestarse.

—No queremos que se nos juzgue de indiferentes.

—¿En vez de estar revoloteando a mi alrededor porqué no descansas en mi rama?

—Me da miedo, estás muy débil, no vaya a ser que te la quiebre.

Tras un enérgico aleteo desapareció el cuervo, dejando solo una pluma que flotó entre sus ramas por largo rato. El cielo de gris se cubrió y un coro de pájaros enloqueció; todos los árboles agitados comprendieron que la tormenta estaba próxima. Rápidamente el paisaje quedó borrado por la lluvia, que castigaba con una agresividad sin precedentes. El árbol se balanceó sin control, provocando dolorosos traqueos a lo largo y ancho de su tronco; las ramas, arañaron peligrosamente los techos de la casa que había protegido con su sombra por treinta y cinco años. Después el estruendo y la confusión aumentaron. Por primera vez, presenció con horror el cuerpo negro del huracán adonde giraban carros, casas, cuerpos y otros árboles; un sanguinario espectáculo que aumentaba el caos a cada momento; era inútil no someterse a la vorágine. De pronto todo lo percibió pausado y tuvo el tiempo justo para desviarle a su rama la trayectoria, que amenazaba con partir en dos la techumbre de la casa. Los vientos mantuvieron todo revuelto pero lo peor ya había pasado. Resistir en pie, sin duda fue la lucha más vigorosa librada por él.

Al día siguiente, una mujer ágil escalaba por entre sus fracturadas ramas, y fue por el rugido de la motosierra que el árbol comprendió la visita. Que injusto era todo aquello, de nada le valió su empeño por salvar la casa. Vencido sobre el césped del jardín, miró por última vez alrededor; muy duro partir después de tantos años; pero se contuvo y no lloró, si él no lloraba entonces quién lo estaba haciendo. Agónico reconoció que desde sus raíces provenían los lamentos, y paralelamente recordó a su gemelo sin poder explicárselo.

—¿Porqué lo estoy recordando? Se preguntó el árbol.

—Porque yo soy tu hermano— contestó una voz en silencio.

Su alma escapó por las mutiladas raíces, recorriendo circuitos ciegos adonde reconoció a su gemelo, y entonces supo, que siempre debajo de él, lo que se escondía era un espejo.

El árbol despertó de la pesadilla adentro de un cuerpo diferente, uno muy rígido y limitado. Mientras trataba de adivinar su nueva forma sintió en la espalda como una mujer le clavaba los codos, no se equivocaba, era una mujer, sí, una mujer que estaba escribiendo. Después de una pausa, ella se levantó y en voz alta dictó el siguiente texto:

Un árbol soñó que encontraba a su gemelo. No hablaron, solo se miraron largo y tendido, igual que cuando uno se queda plantado frente al espejo y en silencio.

Este cuento nació como parte del Taller Literario impartido por Hernán Alejandro Isnardi, director de la revista de literatura " La Máquina del Tiempo".

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Wednesday, March 18, 2009

La relectura


             Muchas veces he disfrutado una nueva película que ya había visto, leído libros desconocidos y manoseados por mi pobre memoria, o me he sorprendido ante una pintura, después de haberla contemplado muchas veces, y entonces la sensación de haber perdido el tiempo me sube igual que la espumosa marea, y cómo recuperarlo ahora, sabiendo que debo releer todo para poder burlar las trampas de mi entendimiento. Será que un buen libro bastará, uno solo, de esos que son un revoltoso mundo que se reacomoda, que se tuerce, y que cada vez que se le mira dice cosas diferentes, que se ríe y llora, un engendro y un dios al mismo tiempo. Estoy sufriendo el desengaño de creer haber comprendido a mis héroes, que con humildad, a pesar de mi estupidez, siguen a mi lado, esperándome en la biblioteca que he armado bajo la tutela de mi esnobismo. Esos héroes los convertí en burdas banderas que se disputaron la pared en mi salón de la fama, con otras que ahora estarán desintegradas y contaminando como basura. Pero, no todo está perdido, porque los gérmenes del arte son inmunes inclusive a las más viles pretensiones humanas, sino, cómo explicar mi toma de consciencia, cómo entender que a pesar de haberlos maltrato por años, sea yo recompensado con la felicidad de lo inmaterial; y más aún, atreverme bajo su nombre, a sospechar que estoy escribiendo, si Sócrates, que dedicó su vida al pensamiento, nunca se sintió digno de hacerlo, entonces yo no tengo pretexto, de mi parte todo es puro atrevimiento. Como quien golpea a una bella mujer que vuelve obediente a su verdugo, así me siento, avergonzado de odiar y despreciar al mismo tiempo. No descarto sin embargo, que ella ya se haya revelado, y esté a punto de cobrarme los sacrificios que otrora de mi parte sufrió, y contra eso, solo la cara puedo dar, obligado también, a la desesperación que provoca lo inalcanzable de su naturaleza, que espera, como una flecha tensa entre el arco y la cuerda, apuntándome siempre el alma. Esta amenaza es necesaria, igual que el hierro hirviendo en la sangrante herida.                                                                                     El arrepentimiento no sirve sino lo trasciendo, sino lo convierto en materia para la reconstrucción de mis ruinas, aunque después de hacerlo resucite dudoso y con una derrota por esperanza, no importa, eso es suficiente para salvarme del olvido propio, que es peor que el de los otros. Dudo ser mejor persona, ni le atribuyo más eficacia a mi pensamiento, de lo que estoy seguro, es de haber reconocido en el arte una meta quimérica que se aleja más en cada intento, anclándome al presente con el peso de una ilusión eterna, en otras palabras, adoptando lo interminable como proyecto.

 

Abstracción, compresión y descompresión.

 

            Cuando atravieso por primera vez un paisaje, su totalidad envuelve toda mi atención, el cielo, las montañas, las llanuras y el camino, son monolíticas realidades, gigantes columnas que sostienen esa imagen que he bautizado “mundo”. Basta recorrer el mismo paisaje una segunda vez, para observar como su propiedad unitaria se fracciona, revelando nuevas capaz y contenidos; las casas que pueblan, la vegetación y el clima, ahora pasan a primer plano. Con un tercer paseo quedarán al descubierto más detalles, los individuos que pueblan las casas, el color y texturas de la vegetación o el efecto que tenga el clima en los sentidos, y así, hasta crear una perspectiva dimensional que se sucede hacia el infinito.

            Cuando atravieso un producto artístico, igual que el paisaje, ocurre que la obra se niega a entregar toda su magia en un primer intento. El presentimiento  es de encontrarme ante un misterio, ante una poderosa alusión, uno de los recursos indispensables para comprimir información.

            Los sentidos entonces funcionan igual que herramientas para descompresionar información, como si anduviéramos abriendo llaves de donde brota un oxígeno revelador que traza mapas y conexiones posibles e imposibles.

Esta reflexión obedece al consejo del maestro Hernán A. Isnardi, director de la revista de literatura La Máquina Del Tiempo, sobre la necesidad de la relectura para redescubir textos, una práctica sana y necesaria  cuando de obras de arte se trata.

 

Wednesday, March 11, 2009

El escritor

Sacó del hornito un pedazo de pizza humeante. Mientras masticaba bufando,  una buena idea lo invadió y apresurado corrió a escribirla antes de que huyera sin dejar rastros. Su raquítica memoria lo mantenía en emergencia, de la comida a la máquina de escribir y viceversa. No pudo llenar un renglón siquiera y al leer, le subió un mareo. Sin fe, intentó cazar el pensamiento; para ayudarse, buscó la pose que más le convenía, las dos manos en la cara, a ojos cerrados, o la mirada perdida en la ventana, pero nada. Fue su estómago, tirano e irreductible el que de una vez por todas le arrebató la concentración. Abrazó la máquina de escribir desconsolado, sintiendo como el teclado imprimía en su cara círculos fríos.

Se levantó y decidido vacío toda su comida en una bolsa, tocó el timbre de la vecina pedigüeña y la dejó frente a la puerta.

Volvió  a su silla, oyendo como sus tripas heridas gemían igual que gatos en celo;  aun así luchó, ignorando sus quejas biológicas. Buscó de nuevo las poses, las manos, la cara, la mirada, la ventana, y nada. Sus uñas convertidas en migajas, sosegaron las protestas gástricas temporalmente.

Vamos, yo puedo, yo puedo— pensaba.

Pasaron la horas, todo igual, sin ideas, el estómago gritando, la noche en el cuadro de la ventana. Las manos necias iban y volvían a su boca, y él, mascaba, mascaba y mascaba.

Hubo una señal, la luz le rozo el pensamiento y el material en bruto se pulió inmediatamente, entonces empezó a rodar la historia sin esfuerzo, la potencia de los acontecimientos lo paralizó por un momento, espectador ante su propio cerebro gozó las mieles de la creación, cada segundo era un pivote capaz de inyectarle avance a su novela, y con un minuto armó capítulos enteros. Tenía que escribir, era ya o nunca, antes de que la memoria se redujera y volviera a caer en el vicio del miedo. Sus mandíbulas trituraban, mascaba, mascaba y mascaba. No hubo interferencias estomacales, pudo recordar toda la historia desde el principio, al mismo tiempo que la novela germinaba imparable. Sus maxilares exhaustos continuaban moviéndose, era preciso escribir, acercó sus brazos al teclado y con horror advirtió que ya no tenía manos, que se las había comido por completo, mientras en su cabeza veía pasar la más hermosa novela. 

Este cuento nació como parte del Taller Literario impartido por Hernán Alejandro Isnardi, director de la revista de literatura " La Máquina del Tiempo".

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Wednesday, January 21, 2009

Bush/Obama. Crónica del traspaso de poderes.

            

 


 

I

 

20/1/09, 10:32 a.m.

Mientras desayuno, en el televisor Obama y Bush inician su procesión adentro de la limosina Cadillac construida para la ocasión, regalo de una de las compañías al borde del colapso, que también le ha pedido al gobierno vehementemente un paquete multimillonario para salvarse. La inauguración oficial del traspaso de poderes dio comienzo, no sin proclamarse como la que ha requerido de mayor seguridad en la historia de los Estados Unidos. Otra característica que diferencia, es que una gran mayoría de los miles de asistentes acumulados en los campos del National Mall en Washington D.C., son negros y aunque el frío del norte anduvo por los 20 grados fahrenheit, no fue motivo para mermar los entusiasmos, de hecho, se asegura que es la muchedumbre más numerosa en la historia de traspasos de poder, aproximadamente 1.400.000, todas y todos de pie. Al frente del capitolio, el mar de gente mueve banderitas al anuncio de cada ex presidente, las hijas de Obama aparecen, y son las que dan el preámbulo al mandatario electo. Ahora Michelle Obama con la biblia de Abraham Lincoln en su mano, saluda a todos los presentes en el balcón adonde su esposo dará el discurso de apertura. Pero antes, un pastor blanco es invitado para que dedique una oración, quien recuerda la descendencia inmigrante de Obama y recalca que Martin Luther King no murió en vano. Michelle y Obama escuchan las plegarias con los ojos cerrados, los únicos entre todos los asistentes. Minutos después la reina del soul, Aretha Franklin se apodera del micrófono y canta “ My country tis of thee “, una canción patriótica que transforma el balcón en pulpito de alguna iglesia cristiana del sur. La cantante luce un atuendo, que me recuerda las imágenes de cientos de negros reprimidos en la calle por la policía, allá por los años sesenta. La música continúa a cargo de artistas de gran talla, Itzhak Perlman al violín, Yo-Yo Ma en el chelo, Gabriela Montero piano y Anthony McGill clarinete, interpretan una obra compuesta especialmente para la inauguración, “Air & Simple Gifts” cuya autoría pertenece a John Williams. Nuevamente la cámara capta un Obama que disfruta con los ojos cerrados. Entre sus manos, Michelle sostiene nuevamente la famosa biblia, legado del ex presidente Abraham Lincoln, en la que Obama apoya las suyas mientras es juramentado como el nuevo presidente. Las formalidades siguen su curso normal, hasta que el mandatario queda rezagado en una frase, obligando a su interlocutor a repetírsela, un pequeño traspié, quizá provocado por tantas cosas que cruzarán por su mente en ese mismo momento. Tomas aéreas son alternadas con las de miles que presencian el acto, la emoción se desborda en cada rostro, muchos sostienen en sus manos pancartas mostrando a Martin Luther King y Barack Obama juntos. Después de una pequeña pausa, Obama se apodera de la tribuna y empieza su discurso. El mensaje posee un tono sincero y por lo tanto no muy positivo, la realidad de una crisis profunda es ineludible y requiere del sacrificio de cada uno de los que viven en este país, una propuesta que no ha sido muy bien acogida entre cierta parte de la población e incluso se la ha juzgado de comunistoide. Nuestros trabajadores no son menos productivos que cuando la crisis empezó. Nuestras mentes no son menos inventivas, nuestras mercancías y servicios no son menos necesarios de lo que fueron la semana pasada o el mes pasado o el año pasado, nuestra capacidad continúa sin disminuir. ¿Entonces qué pasa me pregunto yo?

 

II

 

21/1/09, 10:37 p.m.

El día casi termina. Después de varias horas de tele e internet, ingreso a la ducha, a disfrutar el milagro del agua caliente en invierno. Decido que un trago esta merecido, y apunto en dirección al bar del barrio. Entro y me siento, la camarera saluda y deja caer sobre la mesa una versión miniatura del menú, y después, un triángulo de papel emplasticado que dice “ Welcome, my name is BONNIE, the answer is yes  (almost always) what’s the question?  Después de servirme lo que le pido, un hueco en nuestra conversación se instala y yo, no lo quiero llenar, a pesar de que por alguna razón necesito comunicarle que pasé todo el día atento a la toma de poderes. Ella toma la iniciativa y me pregunta por casualidad acerca de lo que estaba pensando e inmediatamente coincidimos en tema.                                                

—A mí se me pusieron los pelos de punta cuando Obama salió de su limosina a caminar a través de la avenida Pennsylvania , es que hay tanto loco en estos días, yo desde mi casa le gritaba que se metiera— me dijo Bonnie.   

Y tengo que admitir, yo también sentí nervios, literalmente estuve esperando que le volaran la cabeza en cualquier momento. En ese preciso instante en que el presidente decide salir a saludar a sus seguidores, el dispositivo de seguridad que lo rodea, automáticamente se despoja de la responsabilidad en caso de asesinato, un riesgo que corre el presidente, quizá una prueba a su valor. La peor parte es que la gente lo espera, aún temiendo lo mismo que Bonnie y yo.

Dos cabernet, de camino una botella de vino, y aquí estoy de vuelta abriéndola.                                                                                                                                     

Obama acaricia el ego de los gringos resaltando, que quienes dudan de sus propuestas tienen poca memoria, porque Estados Unidos siempre se ha caracterizado por conquistar sueños y lograr cosas imposibles, como por ejemplo, los negros que están ahí parados oyendo este discurso, hace 60 años la segregación no lo hubiera permitido. La tan manipulada guerra contra el terrorismo, fue también parte del repertorio presidencial, dejando en claro que la respuesta a cualquier ataque será definitiva y la persecución de aquellos que supuestamente buscan destruir el país, seguirá. El momento de la poesía esta a cargo de Elizabeth Alexander, la cuarta vez en la historia de las inauguraciones presidenciales, que una poeta es invitada a formar parte de la celebración. Su poema compuesto específicamente para este momento, titulado “ Praise song for the day ” es entre muchas cosas, un recordatorio de lo simple y un intento por rememorar los sacrificios de quienes murieron construyendo las líneas del tren, alzando puentes, cosechando algodón y lechuga, levantando ladrillo sobre ladrillo esplendorosos edificios, obligados a mantenerlos limpios y a la vez a trabajar dentro de ellos. Ahora, el reverendo Joseph Lowery de 88 años, un pedazo viviente de la historia del movimiento de los derechos civiles en Estados Unidos, sube al podium para bendecir la nueva administración. El señor Lowery fue fundador de la Conferencia Cristiana Meridional de la Dirección, SCLC por sus siglas en inglés, quien fuera su primer presidente Martin Luther King. A finales de los cincuentas, esta organización fue uno de los pilares adonde se apoyó la lucha en contra de la segregación racial. El boicot a los buses en Montgomery, que tomó lugar en el año 1955, después de que Rosa Park, conocida también como la nueva madre del movimiento de los derechos civiles, se negara a ceder su asiento a un blanco, fue ejecutado también bajo la supervisión del reverendo Lowery, junto con Martin Luther King  y la misma Rosa Park. Una mujer negra entre el público, mantiene su brazo en el aire y los ojos cerrados mientras escucha las palabras del octogenario pastor, su voz eclipsada por un cansancio de décadas luchando, pero no por eso vencida, no por eso menos atenta a la hora de proclamar en favor de la unión y la igualdad. Obama mueve su cabeza con cada palabra que sale de la boca de Lowery, en un gesto aprobatorio y respetuoso. El reverendo se despide con un amén que cientos de miles repiten al unísono. Inmediatamente el coro militar inicia la ejecución del himno nacional a capella. Una pareja de negros y otra de blancos empiezan a desfilar al frente de las cámaras, son los Bush que se despiden y los Obama que inician un nuevo período. El helicóptero presidencial espera a los salientes, que serán trasladados a su nuevo hogar en algún lugar en Texas. No creo necesario esperar a que la historia juzgue la administración Bush, como lo repiten en este momento los comentaristas del canal, con dos guerras en ultramar, una profunda crisis económica, la imagen del país socavada por el rechazo global contra sus líderes y una violenta política de inmigración que ha cercenado miles de familias latinas trabajadoras, no es tan difícil dar un veredicto. El helicóptero despega con los Bush adentro, Obama y familia los despiden, y yo, deseo nunca más volver a verlos.