Friday, February 18, 2011

Hoy, el Duende llegó a Pilsen

Este texto lo escribí para la presentación del disco compacto del grupo " El Payo"

…precisamente porque ella cantó sin voz, sin aliento, sin matices, pero con una voz desnuda de artificios... «y ¡cómo cantó!».

Rubén Darío, Miguel de Unamuno, los Machado, Pío Baroja y otros escritores, pertenecientes a la generación del 27, como José Bergamín, Rafael Alberti, Federico García Lorca e inclusive el mismo Borges, no pudieron sobrevivir a los ríos de sangre y amor que cubrieron Andalucía, desatados por la tormenta del intrincado arte flamenco. Milagrosamente y en buena hora, como un ejército de lazaros, todos y cada uno sobrevivieron. Bautizados con las aguas turbias del cante jondo, la guitarra y la copla flamenca, intentaron materializar con su puño y letra, el espíritu que se apoderaba insolente de los cantaores en plena peña. Y así, por consecuencia nacieron textos: Teoría y juego del duende, Cante Jondo, Colección de cantes flamencos, Cancionero y romancero de ausencias, Cantares y coplas elegidas, Garganta y corazón del sur, etc.

Pero la copla flamenca es celosa, no se deja aprisionar ni por la literatura ni por ningún tipo de autoria. Para aclararlo sin ambages me sirvo de las palabras de Demófilo: «Las coplas populares no están hechas para venderse, ni aún para escribirse, por tanto, es imposible juzgarlas bien no oyéndolas cantar, toda vez que, no sólo la música, sino el tono emocional, les da una significación, una expresión que meramente escritas no pueden tener ( ...) La copla flamenca prefiere ser libre, no tener nombre ni apellido, ser la dueña de un cuerpo vigoroso pero efímero, que aparece solo cuando la palabra y la voz sufren la simbiosis. Entonces la copla cede y se convierte en un torrente inesperado que avasalla estructuras, formas y definiciones; a esto se le conoce como lo jondo, o aún más preciso, la hora del Duende. Para cantar una copla flamenca como dios manda, hay que ensuciarse la garganta con pureza y mucho dolor, por consecuencia se logra retorcer la palabra, igual que lo hacemos con un pañuelo empapado y escurrido sobre la piel, en lo más tórrido del verano. De esa palabra destila una poesía reescrita sobre la que ya estaba escrita. La poesía en el flamenco siempre está por inventarse y al acecho de una voz que no solo la cante bien, sino que se deje poseer sin traba alguna, como un cordero que implora el sacrificio y es conciente de que solo con ojos de muerte le podrá ver el rostro al Duende.

Sobre el Duende dice Lorca: «Así, pues, el duende es un poder y no un obrar, es un luchar y no un pensar». El Duende mata el andamiaje; le gusta refugiarse en los territorios más sombríos del corazón, caminar al filo de los despeñaderos del alma y es ajeno a la teatralidad, a la representación, a las facultades y a la pericia. Manuel Torres le decía a uno que cantaba: «Tú tienes voz, tú sabes los estilos, pero no triunfarás nunca, porque tú no tienes duende». La musa al artista le sopla al oído y el ángel, le da inteligencia. El duende en cambio, se apodera de el, utilizando una mezcla erótica del timbre y el lenguaje, una germinación y productividad que son los territorios del Duende.

Hoy asistimos a otro intento por conquistar la alquimia inherente en la poética flamenca. Hoy El Payo, convertido en un grupo de aguerridos labriegos, comprometerá su músculo artístico para arar los campos donde el duende pueda plantar la oscura y fértil luz. Quiero acariciar la seguridad de que no se quedó a vivir más allá del atlántico, porque hoy sé, que el Duende llegó a Pilsen.

Thursday, February 3, 2011

Nadie me quita lo bailao.

Este artículo fue publicado en la revista cultural Contratiempo de Chicago.

Por Jorge García

e Ignacio Guevara

Nuestro vehículo

El cuerpo como el vehículo portador de nuestro ser, de nuestra personalidad, es el escenario de artes marciales, danzas, dramatizaciones, terapias milenarias.

Pensemos en el yoga, los ritos tibetanos, el Tai Chi Chuan, el teatro Kabuki, el arte de los mimos, los derviches, las danzas africanas y árabes, los innumerables ritos danzarios de nuestros aborígenes de toda América, las danzas folklóricas europeas, la polka, el vals, el flamenco, el tap, la samba, la salsa, la bachata, la cumbia, el merengue, el mambo, el tango, el break dance, los aeróbicos. En los últimos años se han desarrollado experimentaciones danzarias como la “Danza intuitivaque pretende trabajar de una manera espontánea y libre la autoexpresión desde los postulados básicos de la bioenergética. Es una manera de danzar “ad libitum”, a partir de improvisaciones del ejecutante, el cual tiende a liberar ansiedades, enfados, frustraciones, miedos, represiones. La misma ha dado excelentes resultados como terapia infantil.

El cuerpo en la palabra

Dentro del acervo de dichos y refranes, de la cultura hispánica, al igual que en la de otras tradiciones mundiales, existe un gran número de dichos, proverbios y refranes que aluden al cuerpo y a su relación con todo tipo de situaciones y emociones humanas. Entre ellos podemos citar: “Dar el frente”, “Echarse para atrás”, “Salir con el pie izquierdo”, “Meter la pata”, “Saber de la pata que se cojea”, “Tener la frente en alto”, “Darse golpes de pecho”, “Echar rodilla en tierra”, “Tener algo entre manos”, “Poner la cabeza en el picador”, “No aprender por cabeza ajena”, “Dar un dedo y cogerse la mano”, “Tapar el sol con un dedo”, “Hacerlo con las propias manos”, “Nacer parao”, “Nacer de nalgas”, “Nacer con un pan debajo del brazo”. Todavía recuerdo cuando una anciana en Cuba –siendo yo un niño- dijo que se sentía mal porque hacía tres días que no “daba del cuerpo”. Por supuesto que mi reacción inicial no fue inocente, para descubrir después que se trataba de una necesidad fisiológica elemental. También en nuestros países se usa la expresiónque me quiten lo bailao” en relación con que no le pesa a uno lo que ha disfrutado de la vida.

Cuidado con lo físico

Los que hemos emigrado a esta tierra, de tan diferente idiosincrasia a la nuestra, tenemos bien claro que cualquier manifestación de acercamiento físico que se pase de raya de loscánones aceptables” para esta cultura son alarmantes. Esto hace que tengamos que andar generalmente reprimidos hasta encontrarnos con alguien de los nuestros. Aquí, ser demasiado físicos es un pecado que se puede pagar con mayor aislamiento social e inclusive hasta con cárcel; y lo peor de todo es que le hacemos el juego a ese aséptico distanciamiento corporal. Por eso muchas veces nos vemos obligados a reducir nuestro saludo a un frío apretón de manos en vez de nuestro acostumbrado beso en la mejilla, también a cambiar un piropo verbal por una mirada vacía, como si se tratara más bien de andar escondiendo las emociones y sentimientos. Yo, como latinoamericano, cuando pienso en este tema del cuerpo y de su necesidad de liberar de él a la líbido y toda su comparsa, no puedo dejar de evocar la conga santiaguera, el changüí, el mozambique, los bailes de santos, la mano de Macorina, la cintura de Marieta y el tumbaíto de Chencha la gambá. Por eso cuando voy por las calles de Chicago y frecuento los lugares en que la gente baila me acuerdo del piroposi caminas como cocinas, me como hasta la raspita” o de este estribillo de la canción popular La mujer de Antonio:“La vecinita de enfrente/ buenamente se ha fijado/ como camina la gente/ cuando sale del mercado”.

Bailar con la vista, bailar con el cuerpo

Las fiestas en mi casa fueron siempre una constante. Yo era un niño de escasos cuatro años, que junto con mis primas y primos nos era permitido permanecer entre los adultos durante toda la noche. Fue así como quedé infectado con la pasión de un Lara, Gardel, Chabuca Granda, Alfredo Jiménez, Los Panchos, Sandro, entre otros. Esta colección musical estaba siempre acompañada de un baile íntimo y muy sentido que ejecutaban mis padres y familiares. El hecho de que papá estuviera ebrio y mamá sobria, no les impedía establecer una exquisita comunicación corporal; aquella mezcla radical de estados fue la que hizo nacer los pasos que siguen bailando en el salón de mi memoria. Con ellos aprendí a bailar visualmente.

Fue hacia el final de los setentas, en plena fiebre por el disco, que la salsa se me reveló. Esa tarde, mi hermano mayor estaba decidido a enseñarme lo básico para poder atacar con ritmo a las mujeres. Así inició el segundo ciclo de mi educación dancistica, a la que llamaré bailar corporalmente. Mi hermano fue claro conmigo: …si aprendes a bailar te vas a ahorrar muchas palabras… En poco tiempo comprendí el peso de sus palabras. El baile se me convirtió en un atajo efectivo, capaz de transportarme a la intimidad de una mujer y sin necesidad de abrir la boca. En este intercambio silencioso siempre fue la intuición el arma principal a la que recurrí y con la que fácilmente adivinaba los impulsos corporales de mi pareja, y talvez haya sido todo lo contrario, posiblemente era mi pareja la que se dedicaba a adivinar, pero es que cuando se baila bien, dos cuerpos parecieran fundirse en uno.

Pido perdón, demasiadas vueltas para

Hace casi treinta años desde aquellas primeras incursiones y ya casi una década desde que abandoné mi país. No han sido pocas ni tampoco demasiadas mis visitas a los salones de baile aquí en estados Unidos, donde paulatinamente me he convertido más en observador que participante; talvez como un recurso para intentar asimilar esta nueva forma de moverse que nunca acabo por dominar. En varias ocasiones me ha invadido el vértigo al presenciar la parafernalia corporal con la que los bailarines ejecutan precisos y rimbombantes volteretas, parte de un menú extenso de pasos que no creo llegaré a memorizar; entonces una inevitable nostalgia se me acomoda al oído para recordarme aquellos bailes que no necesitaban de tantas vueltas y mientras escarbo en la memoria me digo: a pesar de mi incapacidad nadie me quita lo bailao.

Friday, December 24, 2010

Declaración

Art is intuiton, a tool that helps to know and reinterpret the world.

Cuando niño, mis papás me llevaron a ver títeres. Un sol gigante se puso y segundos después se esfumó del escenario pero no de mi memoria. Años después me inscribieron en el conservatorio. Empecé por el violín y terminé graduándome en teatro. Recuerdo muy bien que el director de la institución nos repetía que aunque no llegáramos a ser artistas lo que hubiéramos aprendido allí, nos serviría para afrontar la vida de otra manera, decía que no era lo mismo un doctor que solo se había educado como doctor, que otro que supiera tocar la trompeta o se hubiera enfrentado a un público en el escenario, que ese tendría la oportunidad no sólo de saber más sino de haber experimentado algo que nunca iba a olvidar jamás.

En mis treinta y siete años he tenido la oportunidad de desempeñarme en múltiples trabajos y hasta la fecha. Sin embargo, aunque no me arrepiento de haber invertido mi vida salteando vegetales, pintando casas, acomodando bodegas o cuidando perros, nada de eso pudo salvarme del vacío que la pregunta ¿en que debo invertir mi tempo? me siembra en el alma. El tranquilizante llegó bajo el nombre de arte, y no hablo de hacer arte, hablo de observarlo, de presenciarlo, es en ese momento cuando el vacío en mi existencia se aleja.

Artista es sinónimo de ser humano, cada uno lleva ese benévolo germen adentro, no es un regalo para unos pocos, estoy seguro que hay más artistas desconocidos que los que dominan la escena. El artista puede encontrar su mayor placer al hundir el dedo en una naranja madura o al acariciar a una mujer.

Me emociona presenciar el asombro en otros ojos, comprobar que existe la inmortalidad cuando interviene el placer, esa fuerza que nos abstrae poderosamente. Me siento responsable de observar, entonces la escuela perpetua del mundo se descubre, esa, donde sigo matriculado y en la que me han reprobado muchas veces.

Mi arte comulga con las calles, la gente, los desperdicios y todo lo que en un día me pueda encontrar. Mi arte me ayuda a estar muy cerca y muy lejos.

Ignacio Guevara

Sunday, December 5, 2010

La pesca


No sé si he escuchado el silencio, presiento que sí, pero esa pequeña certeza tiene más cara de recuerdo, de anécdota nacida entre las cobijas calientes que acabo de dejar. El silencio no existe porque siempre hay algo que se mueve, por ejemplo mi refrigeradora produciendo frío, o las patas de muebles de segunda que arrastran los vecinos sobre mi cabeza. Ni siquiera cuando todos duermen, porque en las entrañas de sus colchones un resorte se retuerce produciendo sonidos solo perceptibles con la oreja aplanada contra ese mismo colchón. Ahora me acuerdo de aquel viaje al atlántico con Anna, en fechas navideñas a las que en ese lugar poca importancia se les da. Vi a los negros varias veces jalando sus lanchas desde el mar hasta la playa. Al cuarto día, después de varias mejengas en la arena y escuetas conversaciones en el bar, supe que todos los días a las cinco de la mañana salían los pescadores frente a nuestras cabinas. Me embarqué al día siguiente. Lo que más recuerdo no fue lo que más dolió, como las quemaduras en todo mi cuerpo por tantas horas al sol, ni el ridículo en que me convertí cuando la desesperación por refrescarme y nadar me la frenó uno de los pescadores, advirtiéndome que allí el mar estaba infestado de tiburones; se reían a carcajadas pero sin ruidos ni muecas. El sentimiento de reclusión y cercana tragedia por flotar en alta mar eran insoportables, la fragilidad se apoderaba de nosotros igual que una maldición, solo yo lo noté, el resto de la tripulación seguía al sol y con las espaldas y piernas desnudas, con una sonrisa adormilada que no disminuía mis niveles de terror. El agua estaba inmóvil, planísima, era posible caminar sobre ella. Por más que moví la cabeza nunca logré que los diminutos tornados silbaran adentro de mis oídos, no había viento tampoco. El cielo estaba estático a falta de nubes, era un bloque tan pesado como el que teníamos debajo. No se podía decir que flotábamos, más bien contra la apretada superficie del mar nos habían incrustado, rígidos, atrapados entre dos mundos. Jadeaba no por la sed, sino por sentir tan cerca la muerte; de más está enumerar las calamidades que imaginé y se asomaban entre las siluetas de los negros; cada uno sosteniendo una línea que se hundía en el agua por el peso de plomos y anzuelos; estaban inmóviles y exentos de toda tensión. Mientras yo luchaba por sobrevivir, ellos se deslizaban por un día tan corriente como el anterior y el que iba a suceder mañana aquí mismo. Mi admiración por la naturaleza había echado anclas muchos kilómetros atrás, donde todavía se podía ver la costa. Los que me rodeaban los juzgué sarcásticos por disfrutar calladamente de mi tormento. En el mismo punto donde se había quedado mi admiración flotaba una gaviota, la misma que ahora descansaba inactiva a mis espaldas, después de haberse dejado arrastrar por la corriente. Pregunté cuánto más faltaba para devolvernos con el tono más digno que pude, el encargado del fuera de borda sacó la línea del agua mostrándome lo inútiles que habían sido hasta ahora los anzuelos, después dejó que se hundiera sin ruido. El silencio empezó a taparme los oídos con un sonido de diapasón, sonido necio que sospeché eterno. Ella miró mi espalada encorvaba, que era un intento por hacer sombra sobre mis piernas. No necesitó verme la cara para reconocer mi vencimiento; lo que fuera ha hacer la gaviota iba a tener el mismo efecto antes o después pero esperó. Tal vez llamaban su atención aquellas formas delante suyo que por lo general siempre se mueven, y eso, posiblemente dislocó su rudimentario pensamiento. Seguía mirándome de perfil, abrió el pico para expulsar un miserable chillido que pulverizó las pocas partículas de temple que me quedaban, mi ridículo se amplificó en las carcajadas de los negros al verme mover la cabeza tan violentamente; los miré con una plasta de cobardía que no me podía quitar de la cara. De regreso y cargados con una miserable pesca, la escasa tripulación reía y bromeaba, pero no quise enterarme de los temas para eliminar toda posibilidad de intercambio, la derrota timoneaba mi mirada muy lejos. El viaje me vació, al punto de no poder sostener la vista contra Anna por un rato. Nunca pensé que una anécdota de quince años de edad siguiera emanando su poder de transformación, entonces románticamente podría pensar que sigo en altamar, esperando el rabioso chillido de la gaviota que se esconde a mis espaldas, con la diferencia de que cuando el horror moldee mi cara no habrán carcajadas, sino solo paredes con grandes ventanas y vistas de ladrillo donde ver mi reflejo.

Tuesday, December 22, 2009

Empanadas


Con cuchillo en mano y amenazas en la boca fui consciente de que caminábamos en la cuerda floja de nuestros límites; los ojos filosos, otro par de cuchillos que ella me quería clavar. Agarré las dos canastas y salí pateando enfurecido, me iba sabiendo que entre más rápido mejor, nunca habíamos estado tan cerca de hacernos daño. En la parada tuve tiempo para calmarme. Llegó el bus, le pagué al chofer y atravesé entre los asientos vacíos hasta el final; ni un alma. Ahora a mis anchas, tranquilo, no sentí remordimiento cuando decidí que entre Andrea y yo lo más sano era separarnos. La gente empezó a desfilar delante de mí, contadas entraron cuatro secretarias frescas y perfumadas. Cedí el asiento a una señora, y me fui colgando el resto del camino. Cuando pasamos por la fuente el bus estaba repleto. Era imposible no incomodar a la gente con mis canastas, intenté acomodarlas debajo de los brazos, pero incomodé aún más; hasta hubo alguien que se enojó y dijo algo; yo seguí callado hasta que se abrieron las puertas en la última parada.

Tomé el segundo bus hasta la repostería de los chilenos, ahí cargué una canasta con bocadillos dulces y en la otra empanadas de pollo y carne. Los demás repartidores y yo, nos aseguramos de que nadie, fuera a interferir en la ruta de los otros. Andrea y yo siempre trabajábamos juntos por eso no faltó quien preguntara por ella.

Para fluir con rapidez y sin accidentes es mejor la calle, aunque las motos, carros y buses sean la más fea con la que tenga que bailar; a eso agregaré el crónico menosprecio hacia los transeúntes por parte de los conductores. Aquí los peatones ceden el paso a los vehículos, jamás viceversa.

Los vendedores ambulantes se van agrupando a lo largo de los caños; algunos ya esperan con el café en una mano y en la otra vacía, yo aparezco breve y les pongo una empanada. Para lograr tal sincronía me someto a tiempos muy preciso.

—Muchacho no tendrá una empanada con menos relleno, esto tiene una exageración de pollo.

—Señora no se preocupe, que las próximas se las traigo bien flacas.

El sol me clava alfileres de fuego y el sudor con su característica pegajosa anula poco a poco mi frescura. Contengo la respiración para atravesar la fétidas humarascas, los ojos irritados se me cierran, cuando llego al otro lado de tan tóxica transición, termino frente a un hombre que martilla un zapato entre las piernas y está rodeado por cientos de pares, el olor a cuero y pegamento es tan intenso en su cubículo que llega hasta la calle.

—Buenos días señor, tengo empanadas calientes de pollo y carne.

—Déme un chancesito, ya lo atiendo.

De su boca extrae una tachuela casi tan afilada como el tacón donde la clava, un golpe certero, un elegante punto final.

—¿Y cuánto vale la empanada?

—Trescientos colones.

—Se ven buenas pero hoy no hay plata.

—Déjese una gratis para que la pruebe.

Todavía las canastas están pesadas. Entro y salgo de las tiendas de ropa, parqueos, bancos, oficinas. A esta altura del camino todavía las ventas no han sido buenas y la hora del café está a punto de terminar. Llego jadeando hasta el Mercado Central, las aceras llenas de frutas podridas, moscas y compradores conforman una alianza contra el orden; las ratas bailan entre los pies del tumulto sin alterar el orden público. Un alcohólico con devastador olor a mierda duerme profundamente haciendo presa en el caño y desperdigado a lo largo del paseo, el batallón de putas viejas sobresale por su autonomía. Que estén gordas y feas no es problema. Estas matronas añejas no las reduce nada, ni las zapatillas que comprimen sus carnudos pies, ni la luz, ni los años. En un segundo piso, sobre la rampa que conduce a los sótanos del mercado hay una ventana abierta, su cortina entra y sale como un signo de paz.

—Ahí vivo yo papacito, vamos y se lo enseño por dentro.

—No gracias, ando trabajando. Vendo empanadas calientes de pollo y carne, tengo dulce también.

—Dichoso que le queda algo por vender, yo aquí lo que hago son favores mal pagados.

Ciego, bajo por la rampa hacia los fondos del mercado, las filas de bombillos amarillentos tienen una luz que parece polvo; tomates, sandias y aguacates brillan tenues proporcionando una guía vegetal que me conduce hasta el tramo de don Joaquín. Descargo las canastas en el suelo, él continúa detrás de la ajada biblia y sus gatos rodean mis empanadas sigilosamente.

—¿Don Joaquín va a llevar hoy?

—¿Qué trae?

—De todo.

—De todo menos a la muchacha.

—Está enferma.

—Caramba, llegaste tarde.

Andrea siempre lo atiende, es su figura la que lo anima a comprar, claro está que las empanadas son un pretexto para examinarla con lascivia, Andrea también lo sabe y los dos sacamos provecho de eso. Joaquín insolente se tapa la cara con el libro y los gatos desaparecen.

Una fila de cuchillos desnudos trepa por un costado de la rampa arrojando chispas de sol, que afuera arde descomunal. Más allá de los ríos de gente que fluyen en la acera, un hombre fibroso arranca el tallo de una pipa con certero golpe de machete. El olor a sangre tuerce mi atención hasta las manos del carnicero que amorosamente filetea un brillante pedazo de carne y en la diminuta hoja de un cuchillo, alguien me ofrece una exquisita tajada de aguacate. Hay cuchillos por todas partes, los mismos que Andrea y yo empuñamos hace un rato, los que usamos para cortar lazos y cercenar confianzas, las inevitables cuchilladas del amor que entran y salen desangrando sentimientos.

Detrás del monóculo su calva inmóvil está poseída por la precisión. Desde mis canastas escapa el calor empañando la vitrina que exhibe una colección de relojes reconstruidos por un solo hombre: Carballo; un claxon odioso interrumpe su labor.

—No se puede trabajar con tanto escándalo, yo de presidente prohibiría tanta pitadera, ni modo, a quedarnos sordos. Dejáme una pollo y un arrollado.

—Como no. ¿Y que tal de trabajo Carballo?

—Apenas saliendo, yo ya me siento como reliquia, decíme, ¿quién le da cuerda a un reloj en estos tiempos? ya todos son de cuarzo, más exactos y más baratos, auque sean desechables. Solo Dios sabe cuántos años invertí arreglando Rolex, mi clientela era la pura crema, me respetaban y pagaban bien. ¿Cómo hacés vos para andar sin reloj?

—Crecí oyendo a mi tata decir que los anillos, cadenas y relojes le estorbaban, cuestión de herencia supongo.

Al frente de las terminales del bus, solitario contra un largo paredón, un viejo roído y grasiento le habla animadamente a su perro. Cuando me acerco el perro me gruñe refugiado entre sus piernas, saco una empanada y se la ofrezco.

—¿Y esto?

—Pues para usted.

—Yo no tengo hambre pero mi perro sí.

—Ah…

El viejo mantiene su mirada fuerte contra la mía.

—Tome señor, usted haga lo que quiera con ella.

—Ves Canelo, si piensas lo que quieres pasa, yo desde chiquillo quería ser calle y aquí estoy cumpliendo mi sueño, comé, comé amigo, tenemos que apurarnos, recordá que nos invitó la ministra a jugar ping pong y a comer tamales. Esa señora si que es buena, siempre está enferma la pobre, pero aunque sea en la cama comemos todos, a ver si tenemos suerte y hasta podamos ver al presidente, necesito pedirle más asfalto, mirá como me tiene lleno de huecos, guardále un pedazo de empanada, tal vez con eso lo podamos suavizar, ya sabes como son los políticos, siempre quieren algo a cambio, no te incluyo a vos por supuesto, vos sos un político honesto, un perro recto, yo hablo de los otros políticos, como este que te acaba de regalar la empanada, mirálo, todavía sigue ahí parado, mejor nos vamos Canelo.

El viejo y el perro se pierden subiendo Cuesta de Moras. La venta definitivamente no ha estado buena y encima de eso compré mas repostería de la cuenta. Después de una caminata mediana llego a la embajada de Chile. El guardia menos amable de lo común me deja recorrer los pasillos; la alegría entre las secretarias hoy es especialmente particular, casi siempre es todo lo contrario, el guardia rebosa de amabilidad y el resto del personal trabaja con amargura. Mi primera compradora se deja dos piezas, lo cual desata un efecto dominó que aliviana significativamente el peso de mis canastas. Un airecillo de triunfo me contagia, hasta que apoyo mi mano en la espalda del guardia, este se vuelve alterado y con los ojos vidriosos.

—¿Qué me le pasa don Jenaro?

—Nada muchacho, va a disculpar el cuadro, cansado eso es todo, cansado de estar pidiendo un cochino aumento, hoy otra vez recibí una carta diciendo que estaba en trámite pero que no podían dar fechas, pero para estar pidiendo favores, eso si no se les olvida, Jenaro que el baño, Jenaro que las bolsas de basura, Jenaro que láveme el carro, no me joda, yo estoy aquí para cuidar nada más. Por eso tenés que estudiar, para que nadie te ponga el pie encima.

—No crea don Jenaro, ahí andan abogados, arquitectos, publicistas, de todo, pidiendo trabajo en cualquier cosa, demasiada oferta y poca demanda; además con tanta universidad privada cualquiera en menos de dos años se hace licenciado. No se me derrumbe don Jenaro.

Con sus toscas manos se saca el collar del que guinda una diminuta estampa de la virgen, lo besa y me lo entregue.

—Don Jenaro, pero yo no soy católico.

—No importa, crea o no lo va a proteger, la Virgencita te perdona y te puede entender, yo ya no necesito de su misericordia.

—¿Y por qué?

—Me dio todo lo que podía, además nunca he sido tan bueno con ella.

—Está bien, pero con una condición.

—¿A ver?

—Que escoja lo que quiera de mis canastas.

—Esta bien.

Don Jenaro toma lo de siempre, costilla de guayaba. Abre la gaveta de su desvencijado escritorio y la acomoda al lado de un revólver recortado. Cuando nos despedimos lo noto más calmado, y con un gesto de gratitud beso la estampa de la virgen, me sonríe de vuelta esforzándose. Al doblar la esquina suelto las canastas para arrancarme el collar pero no puedo, simplemente no puedo.

Una ventisca húmeda corre por las aceras arremolinando basura, la gente apura el paso y una que otra sombrilla retoña bajo los chubascos. Frente a una tienda de electrodomésticos hay gente apiñada. Es imposible ver los televisores por encima del tumulto.

—¿Qué es lo que pasa?

—Hubo una balacera en la embajada de Chile, parece que el guarda se volvió loco, mató a varias personas y después se suicidó.

La estampa de la virgen me quema el pecho; en el cielo estalla un trueno, alguien grita:

—¡Empanadas!— no hago caso. —¡Empanadas!— vuelven a gritar. En este momento no podría vender ni aunque me mataran. —¡Empanadas!— reconozco la vos. Andrea me toma la cabeza y me da un beso. La miro, y con un golpe de vista me entrega toda la juventud de su sonrisa.

—Lo de los cuchillos no vuelve a pasar, lo juro, perdóname, por favor perdóname— repite Andrea.

Yo quiero ser libre otra vez en su abrazo y me arrepiento de haberla sacado momentáneamente de mi vida. Quiero decirle que la amo pero no puedo, porque la pistola de don Jenaro sigue disparándose, y se repite y se repite en mi mente, y Andrea no entiende, ¿cómo va a entender si no puedo ni hablar?