Eran las cuatro menos siete, llovía afuera, y adentro hacia frío. Con las manos en los bolsillos salí de mi cuarto a desentumecerme; la sala estaba aún más fresca y no menos sombría. Abrí las persianas pero la luz entró desteñida, sin ese efecto que suele tener en la oscuridad. Aunque dos días atrás lo hubiesen cortado, seguía viendo el árbol por la ventana, como un recién apuntado sigue sintiendo su pérdida. El aserrín salpicado por el patio me recordó la sangre en la escena del crimen, pero me alegré al mismo tiempo, no fuera que con el próximo tornado las enormes ramas destrozaran la casa, de eso nos salvamos hace poco; pero por más malo que sea un árbol siempre duele verlo morir.
A mi alrededor flotaba una familiaridad que me había costado cinco años conquistar, y no lo niego, me sentí feliz, propio, para nada ajeno. Contra el techo se estrujaban dos globos, los únicos vestigios de una fiesta reciente. A través de la puerta oí la presentación del programa favorito de papá, a quien últimamente le podía oler la muerte; no era pesimismo, era ley, aunque a los ochenta y cinco seguía lúcido y conservando su habilidad bilingüe; pero me alegré de nuevo, al recordar las conversaciones de mi madre, en donde expresaba el alivio de tenerme cerca para acudir en cualquier emergencia, más ahora que el viejo no podía caminar; me sentí útil, querido, y con una importante misión. Respiré hondo y tranquilo, como una consecuencia de mi bienestar, el olor de la casa se reconoció en los espejos de mi olfato; que bueno era estar aquí. El sofá rojo que compré años atrás para mi apartamento de soltero, dividía la sala en dos; sentado allí hice cosas que jamás me atrevería a repetir aquí; no se confunda, no maté a nadie, hablo de ciertas libertades que uno se toma exclusivamente entre amigos. Esta era mi casa, no solamente en presente, también en futuro, porque mamá ya me ha dicho que soy yo su heredero. Posiblemente permanecería aquí por muchos años; un augurio que cualquiera podría adivinar; de manera natural me convertí, a falta de hijos, esposa y compromisos, en el único candidato disponible para cuidar a los viejos y lo que quedara después de muertos.
En la chimenea crepitaban los troncos, un murmullo tibio al que me acerqué frotándome las manos; sobre su cornisa, las fotos apiñadas de mi familia daban la impresión de abrigarse con el mismo calor. Desde allí miré la sala, a mi izquierda el piano y la puerta, y a mi derecha, el escaparate repleto de cristalería nueva. Arriba de toda mi ascendencia, se ubicaba un enorme espejo que mamá mantenía rutilante, y al que me asomé curiosamente por primera vez en años, ignorado simplemente por una cuestión de locación. El reflejo, como era de esperar, lo invirtió todo, ahora a mi izquierda el escaparate, y a la derecha la puerta y el piano, cambio que despojó la familiaridad que me había hecho sentir tan dueño de aquel espacio. Me mantuve unos segundos frente a mí con la intención de restituir mi paraíso perdido sin lograrlo. Giré desesperado para tratar de hallar la distribución inmobiliaria de siempre, pero ahora frente a la sala, no encontré más que la inversión idéntica que había en el espejo.
Este cuento es resultado del Taller Literario impartido por Hernán Isnardi, director de la revista literaria "La máquina del tiempo".
4 comments:
Hermoso... Nacho, que bien compay...
Que bien que lo llevas a uno a través de las imágenes, cuando me sucede eso, la cosa funciona para mi... Grande che! Que bueno que que dedicas parte de tu vida a escribir... Saludos.
Que bueno leerte... Muchas gracias, esta hermoso.
Graaacias!!! ese espejismo de sentirse seguro... jejeje
Abrazo!
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