Ayer llamé a mi padre, hablamos de salud, la crisis, Obama, el clima y un mensaje de Ruperto Antrias que me emocionó bastante a pesar de que su significado sea más un símbolo que otra cosa. Después papá hizo una pausa para anunciarme lo inesperado, su amigo Rafa, topógrafo de 59 años, su mano derecha para resumir, había fallecido arrollado por una moto al frente de la iglesia de Moravia, muerte instantánea. Papá le había advertido muchas veces, que la caótica calle merecía más atención de su parte a la hora de cruzarla, aparentemente ese descuido se lo llevó a la tumba. Lloré como un niño, el relato calmo de papá limó mi tristeza, su voz acarreaba un dolor mitigado por la realidad ineludible de la muerte, que enfrentó durante horas de papeleos y engorrosos ires y venires para recuperar el cuerpo. Hace cinco años, antes de venirme, la visita de Rafa en la casa era una constante. Hombre bueno, y no lo digo como un automático reconocimiento que suele seguir a cualquier fallecimiento, lo dijo papá, y no solo eso, reconoció a Rafa como la persona menos egoísta que había conocido en la vida. No pude escapar a mis especulaciones, situando a mi padre en una circunstancia similar a la de Rafa. Algunas veces una vocesilla me ha susurrado que la muerte es propiedad de todos y por ende, de mi padre, pero eso es insuficiente para obligarme ha aceptar que algún día tenga que asistir a su entierro, si es que yo no me voy primero, y curioso, porque esta última posibilidad la tengo más asumida. Pero, que estas letras no se desvíen de su principal motivación, mi humilde y callado homenaje a Rafa. Es difícil encontrarse con un ser humano exento de egoísmo, papá me contó que Rafa siempre estaba a la medida de quién lo necesitara, y que la plata no era condición para actuar de esa manera, si había bien y si no también. ¿Por qué Rafa se tuvo que morir? no es que a Dios le gusta la gente así, entonces los más religiosos dirán, -ese era el plan asignado para él-, poco convincente, yo no creo que haya plan, y dudo que exista Dios, sino porque dejar que esta cosas pasen, cuando en nuestra sociedad la urgencia por alimentar nuestra esperanza con buenos ejemplos, es de primerísima necesidad. Talvez todo sea más crudo y simple como lo dice Buarque: “murió a contramano entorpeciendo el tránsito”, cuantos desde la ventana de sus carros vieron con morbo y asombro al pobre Rafa descalabrado en el asfalto, y cuantos otros más maldecían el atraso sufrido en sus trayectos por culpa de aquella muerte ajena, por culpa de otra muerte, otra más entre miles de muertes, una muerte que empezaba y acababa ahí mismo, sin infiernos ni cielos. Sin duda muchas miradas fueron capturadas por el espectáculo que ofreció Rafa en medio de la congestionada mañana, entre ellas la mía, que observa su muerte repitiéndose una y otra vez en las pantallas-ficción de mi cerebro, despertándome una irracional sed de dolor. En mi retorcida e imaginaria reconstrucción de los hechos, Rafa flota por el aire cual si fuese un pájaro, al chocar con la raya blanca que divide la tosca calle, su mirada es atropellada una y otra vez por las impacientes llantas de todos los carros, un vestigio de vida se apodera de él, apenas suficiente para exclamar: “no se culpe a nadie”.
Monday, December 22, 2008
Tuesday, December 9, 2008
El precio del jazz.
I
Diez y veintisiete pasado meridiano, era lunes y manejaba hacia el bar. La noche había estado floja de propinas, sobraban razones para argumentar el porqué, pero la realidad era que la cosa definitivamente se estaba hundiendo, las estrellas blancas de la bandera se descosían cayendo al vacío de la desesperanza. Aún así, continué atravesando laberintos urbanos recien aprendidos, sintiendo mi ruta única, a pesar de las miles de rutas alternas para llegar al mismo lugar, iba feliz hacia otra noche de jazz. Cuando estuve frente del bar, noté sorprendido un campo libre para parquear, aceleré suave hasta acomodar mi insignificante carro entre otros dos; esta era la primera vez que no tendría que caminar por un minuto hasta la puerta. Después de parquear, hundí el pulgar en el freno de mano, al mismo tiempo que miraba a través de la vitrina frontal del bar, por la cuál adiviné fácil, qué pasaba adentro: nadie me esperaba. Cuando giré la llave para trancar, dos hombres se montaban en un carro estacionado frente al mío. Puteaban en joda, por la lluvia de mierda que había cubierto su vehículo, miré hacia arriba y una silueta negra de cuervo, se restregaba el pico contra las ramas, como cuando uno se limpia con servilleta después de comer. Los del carro y yo nos dijimos algo y después reímos.
II
Dos y cincuenta de la mañana, llegué a casa dando gracias de no haber sido interceptado por la policía, mi aliento era una prueba en mi contra. Lo demás fue pura rutina, o sea, abrir la puerta, cerrarla, abrir otra, volverla a cerrar, caminar confiado a ciegas un pequeño trecho, activar la alarma y caer devastado en el colchón. Al despertarme un hilillo de cerveza persistía en mi paladar, pero en poco tiempo quedó sepultado por los ríos de agua que me tragué. La mañana se pasó, sin haber siquiera hecho un tercio de lo que me había propuesto como parte de mis tareas diarias; cuando estaba concentrando la atención para hacerlo, el reloj indicó la hora de abandonar todo para irse a trabajar. Sin ninguna resistencia me entregué a mi rutinario acicalamiento. Con la camisa roja manga larga en una mano y la manigueta de la puerta en otra, noté el baño de mierda esparcido en la carrocería, los pringues fecales mantenían una frescura que casi se olía. Por supuesto no tenía tiempo para limpiarlo, y aún cuando lo tuve, lo pasé por alto, no me importó demasiado andar mi carro manchado con mierda de pájaro. Antes de dejar la casa, mi madre dijo algo sobre la factibilidad de lluvia, y sí, llovió, oí el agua con satisfacción golpeando contra las latas, la mierda se iba lavando poco a poco, sin mi ayuda, ocasionándome una estúpida alegría que todavía conservo. Si el precio del jazz es pasar días embarrado de mierda sin avergonzarse por ello, pago eso y más.
Wednesday, December 3, 2008
El retrato de mamá
Mamá quiso verme antes de morirse, entonces, inventé el pretexto de que no habían vuelos. Seas como seas seguirás siendo mi hija, fueron las últimas palabras que pronunció por teléfono, después me asomé a la ventana, noté la intensidad del gris como nunca antes, el invierno estaba avanzado y la nieve caía en Nantes por primera vez en muchos años. Arrepentida de mi sarcasmo alisté una pequeña maleta, sorprendería a mamá con mi llegada, luego llamé a René y le dije que si mis hijos o en la oficina preguntaban por mí, que dijera la verdad. Ay René, aún cinco años después de nuestro divorcio tu buena voluntad persiste; a veces es mejor perder un esposo y ganar un amigo. Todavía en el caballete el retrato de mamá, que empecé cuando supe de su padecimiento, hasta ese momento realicé que no tenía fotos de ella y tuve que confiar en la imagen desgastada que conservo en mi recuerdo. Ese mismo día también descubrí que mis finanzas apenas darían para el tiquete, la estadía no me preocupaba, en la casa de mamá había más de un cuarto desocupado. La pintura del lienzo todavía estaba fresca y por esa razón decidí viajar con él en la cabina, una excepción que diezmó aún más mi presupuesto. Por un momento imagino el avión cayendo en el Atlántico y me pregunto si estaré lista para morir, no lo sé, en cambio, si sé que a mi tumba no me llevaría fardos de culpabilidad ni arrepentimiento, simplemente porque no existen. Cuando dejé Costa Rica lo hice en forma de huida y al mismo tiempo con la esperanza de que el genio y sobre todo el reconocimiento dotaran mi pincel, no estoy tan segura de mi popularidad pero aprendí que eso no es todo en la vida. Durante mis primeros años de autoexilio, el sexo fue toda una revelación, más allá de su encantadora naturaleza primitiva, me dediqué intuitivamente al mejoramiento del acto, ¿cómo convertirlo en una práctica perfectible y nunca aceptar los límites del placer?, ¿cómo llegar armoniosa a la comunión del cuerpo?, una investigación que en mi caso requirió de múltiples parejas. Después llegó René como una culminación pacífica de tal proceso. Yo daba por sentado que todas aquellas experiencias acumuladas, me guiarían automáticamente por buen camino al lado de él, y no fue así, después de un tiempo me atacó el aburrimiento y se esfumó sin retorno el interés por mejorar. Vincent de 8 y Genevieve de 5 años, tuvieron que aceptar nuestra separación. René y yo, siempre estuvimos de acuerdo en que los hijos no eran una razón suficiente para estar juntos y que eso, lejos de alivianarles la existencia, más bien los culpabilizaba de nuestra infelicidad, tampoco el que fueran niños los deshabilitó para entender la situación, todo lo contrario. Lo primero que hice cuando salí del avión fue llamar a David, se sorprendió mucho, me dijo que tenía que contarme demasiado y a pesar de tantos años me seguía considerando su mejor amiga. Después llamé a mi hermana Aída y su tono de voz me lo dijo todo, mamá había muerto mientras yo atravesaba el Atlántico, le prometí que iría inmediatamente, me sentí mal porque me obligue a llorar y no pude, creo que la hermosura del día y el sol me impidieron hacerlo. Permanecí inmóvil con el auricular en una mano y el retrato de mamá en la otra, en el vidrio de la cabina telefónica mi rostro neutro se reflejaba. Una señora detrás de mí, esperaba el turno de la mano de su hijita, que atraída por los colores del retrato, trazó con su pequeño dedo una raya en la cara de mamá, dejando al descubierto el color blanco de la tela del lienzo. La mujer se disculpó avergonzada una y otra vez, pero mis carcajadas pudieron más y con la niña en mis brazos todo quedó arreglado. Aproveché la travesura para volver a usar el teléfono, la mujer accedió encantada. Llamé a David de nuevo y después de explicarle la situación le dije que tenía que acompañarme a casa de mamá. En cuestión de minutos apareció. El encuentro tuvo más abrazos que palabras pero no menos que las necesarias. Lo noté mejorado y más flaco, a diferencia de los hombres de su edad, su frondosa cabellera tiene más pelo que nunca, él maneja y yo le acaricio la nuca. David durante el trayecto se dirige hacia mí con tono solemne, como queriendo rendir luto a mi madre y sé que mi tranquilidad lo confunde. Me pregunta por el retrato y a causa de eso reímos un poco. Después de una hora el frío y la neblina se van cruzando en el camino.
—Gracias a Dios que llegamos—le digo.
—¿Y de cuando acá le das gracias a Dios?— me pregunta David
sorprendido.
—Desde que me dí cuenta que existen personas como vos.
En un abrazo largo nos atrapamos y Aída sale a recibirnos.
Días después David me llamó, para recordarme que el retrato de mamá todavía seguía en la parte trasera de su auto.