Friday, December 24, 2010

Declaración

Art is intuiton, a tool that helps to know and reinterpret the world.

Cuando niño, mis papás me llevaron a ver títeres. Un sol gigante se puso y segundos después se esfumó del escenario pero no de mi memoria. Años después me inscribieron en el conservatorio. Empecé por el violín y terminé graduándome en teatro. Recuerdo muy bien que el director de la institución nos repetía que aunque no llegáramos a ser artistas lo que hubiéramos aprendido allí, nos serviría para afrontar la vida de otra manera, decía que no era lo mismo un doctor que solo se había educado como doctor, que otro que supiera tocar la trompeta o se hubiera enfrentado a un público en el escenario, que ese tendría la oportunidad no sólo de saber más sino de haber experimentado algo que nunca iba a olvidar jamás.

En mis treinta y siete años he tenido la oportunidad de desempeñarme en múltiples trabajos y hasta la fecha. Sin embargo, aunque no me arrepiento de haber invertido mi vida salteando vegetales, pintando casas, acomodando bodegas o cuidando perros, nada de eso pudo salvarme del vacío que la pregunta ¿en que debo invertir mi tempo? me siembra en el alma. El tranquilizante llegó bajo el nombre de arte, y no hablo de hacer arte, hablo de observarlo, de presenciarlo, es en ese momento cuando el vacío en mi existencia se aleja.

Artista es sinónimo de ser humano, cada uno lleva ese benévolo germen adentro, no es un regalo para unos pocos, estoy seguro que hay más artistas desconocidos que los que dominan la escena. El artista puede encontrar su mayor placer al hundir el dedo en una naranja madura o al acariciar a una mujer.

Me emociona presenciar el asombro en otros ojos, comprobar que existe la inmortalidad cuando interviene el placer, esa fuerza que nos abstrae poderosamente. Me siento responsable de observar, entonces la escuela perpetua del mundo se descubre, esa, donde sigo matriculado y en la que me han reprobado muchas veces.

Mi arte comulga con las calles, la gente, los desperdicios y todo lo que en un día me pueda encontrar. Mi arte me ayuda a estar muy cerca y muy lejos.

Ignacio Guevara

Sunday, December 5, 2010

La pesca


No sé si he escuchado el silencio, presiento que sí, pero esa pequeña certeza tiene más cara de recuerdo, de anécdota nacida entre las cobijas calientes que acabo de dejar. El silencio no existe porque siempre hay algo que se mueve, por ejemplo mi refrigeradora produciendo frío, o las patas de muebles de segunda que arrastran los vecinos sobre mi cabeza. Ni siquiera cuando todos duermen, porque en las entrañas de sus colchones un resorte se retuerce produciendo sonidos solo perceptibles con la oreja aplanada contra ese mismo colchón. Ahora me acuerdo de aquel viaje al atlántico con Anna, en fechas navideñas a las que en ese lugar poca importancia se les da. Vi a los negros varias veces jalando sus lanchas desde el mar hasta la playa. Al cuarto día, después de varias mejengas en la arena y escuetas conversaciones en el bar, supe que todos los días a las cinco de la mañana salían los pescadores frente a nuestras cabinas. Me embarqué al día siguiente. Lo que más recuerdo no fue lo que más dolió, como las quemaduras en todo mi cuerpo por tantas horas al sol, ni el ridículo en que me convertí cuando la desesperación por refrescarme y nadar me la frenó uno de los pescadores, advirtiéndome que allí el mar estaba infestado de tiburones; se reían a carcajadas pero sin ruidos ni muecas. El sentimiento de reclusión y cercana tragedia por flotar en alta mar eran insoportables, la fragilidad se apoderaba de nosotros igual que una maldición, solo yo lo noté, el resto de la tripulación seguía al sol y con las espaldas y piernas desnudas, con una sonrisa adormilada que no disminuía mis niveles de terror. El agua estaba inmóvil, planísima, era posible caminar sobre ella. Por más que moví la cabeza nunca logré que los diminutos tornados silbaran adentro de mis oídos, no había viento tampoco. El cielo estaba estático a falta de nubes, era un bloque tan pesado como el que teníamos debajo. No se podía decir que flotábamos, más bien contra la apretada superficie del mar nos habían incrustado, rígidos, atrapados entre dos mundos. Jadeaba no por la sed, sino por sentir tan cerca la muerte; de más está enumerar las calamidades que imaginé y se asomaban entre las siluetas de los negros; cada uno sosteniendo una línea que se hundía en el agua por el peso de plomos y anzuelos; estaban inmóviles y exentos de toda tensión. Mientras yo luchaba por sobrevivir, ellos se deslizaban por un día tan corriente como el anterior y el que iba a suceder mañana aquí mismo. Mi admiración por la naturaleza había echado anclas muchos kilómetros atrás, donde todavía se podía ver la costa. Los que me rodeaban los juzgué sarcásticos por disfrutar calladamente de mi tormento. En el mismo punto donde se había quedado mi admiración flotaba una gaviota, la misma que ahora descansaba inactiva a mis espaldas, después de haberse dejado arrastrar por la corriente. Pregunté cuánto más faltaba para devolvernos con el tono más digno que pude, el encargado del fuera de borda sacó la línea del agua mostrándome lo inútiles que habían sido hasta ahora los anzuelos, después dejó que se hundiera sin ruido. El silencio empezó a taparme los oídos con un sonido de diapasón, sonido necio que sospeché eterno. Ella miró mi espalada encorvaba, que era un intento por hacer sombra sobre mis piernas. No necesitó verme la cara para reconocer mi vencimiento; lo que fuera ha hacer la gaviota iba a tener el mismo efecto antes o después pero esperó. Tal vez llamaban su atención aquellas formas delante suyo que por lo general siempre se mueven, y eso, posiblemente dislocó su rudimentario pensamiento. Seguía mirándome de perfil, abrió el pico para expulsar un miserable chillido que pulverizó las pocas partículas de temple que me quedaban, mi ridículo se amplificó en las carcajadas de los negros al verme mover la cabeza tan violentamente; los miré con una plasta de cobardía que no me podía quitar de la cara. De regreso y cargados con una miserable pesca, la escasa tripulación reía y bromeaba, pero no quise enterarme de los temas para eliminar toda posibilidad de intercambio, la derrota timoneaba mi mirada muy lejos. El viaje me vació, al punto de no poder sostener la vista contra Anna por un rato. Nunca pensé que una anécdota de quince años de edad siguiera emanando su poder de transformación, entonces románticamente podría pensar que sigo en altamar, esperando el rabioso chillido de la gaviota que se esconde a mis espaldas, con la diferencia de que cuando el horror moldee mi cara no habrán carcajadas, sino solo paredes con grandes ventanas y vistas de ladrillo donde ver mi reflejo.